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El monstruo de Frankenstein: ¿A quién tenemos miedo?

Los detractores que tachan a Frankenstein de parábola anticientífica sostienen que su efecto más notorio ha sido el de nutrir los recelos del vulgo hacia los avances de una ciencia que le asusta y no comprende. Desde luego, ciertas versiones y secuelas contienen elementos que abonan esa lectura. ¿Y en los demás? ¿Y en el original aparecido hace dos siglos en Londres con el título de Frankenstein o el moderno Prometeo? ¿Era Mary Shelley una escritora tecnófoba?

Refresquemos el argumento de la novela de la que Ariel ha publicado una excelente versión revisada y corregida: Víctor Frankenstein, sabio ginebrino, aspira a descubrir el secreto de la vida y obsequiar a la humanidad con el don de la inmortalidad. Con trozos de cadáveres y de animales confecciona un ser animado. Horrorizado por su grotesca fealdad, lo rechaza y se niega a brindarle una compañera. La Criatura, viéndose expulsada de la fraternidad humana, mata a su novia y a otros de sus seres queridos. Víctor se lanza en su persecución y ambos mueren en el Ártico.

Al comparar a Víctor con Prometeo, el héroe mitológico que trajo el fuego a los mortales y por ello fue castigado por los dioses, la novela sugiere una interpretación trágica. Pero aquí no hay intervención divina ni agentes sobrenaturales; la desgracia sobreviene por causa de un experimento chapucero. Y aunque Víctor mezcla la alquimia con la electricidad y las matemáticas, no se maneja como un alquimista o un mago sino como el precursor de una biología en pañales.

Shelley estaba al corriente de la ciencia de su época, así como de la política radical preconizada por sus padres, el anarquista William Godwin y la feminista Mary Wollstonecraft, y su marido, el poeta Percy Shelley. Darko Suvin, estudioso de la ciencia ficción, la percibe desencantada con el utopismo de ilustrados y románticos y sus promesas de progreso social. No es casual que bosquejase su obra poco después de Waterloo, la batalla que cerró el ciclo abierto con la Revolución Francesa e inauguró un período reaccionario, para consternación de la intelectualidad progresista.

Su texto, conviene subrayar, ostenta el sello del romanticismo, al cual la autora pertenecía de cuerpo y alma. Contra la opinión extendida, dicho movimiento profesó enorme devoción por la investigación. A contrapelo del ilimitado optimismo de una ciencia entendida como dominio humano sobre la naturaleza, defendía su desarrollo en armonía con el entorno y oponía un enfoque holístico al mecanicismo de la Ilustración.

Fiel a ese espíritu, Mary Shelley atiza un correctivo a la búsqueda de conocimiento a cualquier precio; y de pasada ajusta cuentas con la soberbia romántica a través de la crítica a la conducta de Víctor, el héroe byroniano cuya ansia egocéntrica de gloria arrastra a los demás.

Frankenstein, sostiene Suvin, echa los cimientos de la ciencia ficción, un género de la sociedad industrial señalado por su ambivalencia frente al avance científico-técnico. Y lo hace distanciándose del horror gótico, cuyos muertos al acecho de los vivos personifican el peso fatídico del pasado sobre el presente. La diferencia es visible en la Criatura: en vez de presentarla a la manera gótica como la encarnación del Mal sacrílego, su soliloquio mete al lector en el pellejo de una creación científica capaz de aprender a hablar por su cuenta y educarse en soledad leyendo a Plutarco, Milton y Goethe.

La impronta gótica se circunscribe al atrezzo: las inmensidades aisladas por las que deambulan los personajes, los ambientes tenebrosos, las noches tormentosas y los cadáveres que suministran la materia prima dela Criatura. Su nudo dramático, en contraste, se ciñe a un experimento y sus derivaciones. No hay maldición ni predestinación. El pasado no controla la situación; la acción discurre en el presente y se abre al futuro.

Sin embargo, su mensaje fue abusivamente simplificado. La retórica conservadora se sirvió de la tragedia de Víctor para plasmar el miedo al cambio impulsado por individuos bien intencionados: si alguien proponía liberar a los esclavos de las colonias o conceder el derecho al sufragio a la clase trabajadora, se le acusaba de desencadenar monstruos destructivos. Más tarde, la izquierda repetiría la operación, pintando a Saddam Hussein como un Frankenstein engendrado por Estados Unidos y alzado contra su amo. Unos y otros adulteraron el sentido primigenio de la novela.

La otra tergiversación la perpetraron las adaptaciones teatrales sucedidas a lo largo del siglo XIX al exagerar el trasfondo gótico de la intriga. Aparte de cambiar escenarios y confundir nombres (el monstruo pasó a ser conocido por el apellido de su inventor), introducen al sirviente jorobado, describen al laboratorio como la cueva de un nigromante y enfatizan la maldad de la Criatura, buscando atraer al gran público, más ávido de estremecimientos fuertes que de angustiosas reflexiones sobre las fronteras del saber y la naturaleza humana.

La empatía con el monstruo desaparece; el ser curioso y sensible se transforma en una Cosa irremediablemente maligna. Estas versiones de probado tirón en la audiencia, consigna William St. Clair, fueron la fuente de inspiración de Hollywood en lugar del texto original.

En el año 2007, el historiador del cine Thomas Leitch contabilizó 102 interpretaciones del monstruo en otras tantas adaptaciones fílmicas. Fue el séptimo arte, más que los montajes teatrales de la cartelera anglosajona, el responsable de su estatus mítico. Las primeras películas muestran a un gigante idiota surcado de costuras y con un tornillo en el cuello condenado por el cerebro del criminal ahorcado que le trasplantaron. Víctor, por su parte, es degradado a arquetipo del científico loco y pecador: “Ya sé lo que se siente al ser Dios”, exclama en el filme de James Whale.

Así y todo, con el correr del celuloide se observa cierta tendencia a humanizarlo. Un film de Serie B sorprende con un monstruo adolescente: I Was a Teenage Frankenstein (1957) y otro dirigida al público negro le pinta con piel oscura y peinado afro: The Black Frankenstein (1973). En los años 70, a tono con la liberación de las costumbres, irrumpen el lascivo Andy Warhol’s Frankenstein (1974) y el engendro transexual de The Rocky Horror Show (1975). Por fin, Mary Shelley’s Frankenstein (1994) restituye la inteligencia a la Criatura que Boris Karloff había igualado a un zombi.

Desde mediados del siglo XX, se ha tendido a leer Frankenstein como una advertencia sobre el impacto nocivo de las nuevas tecnologías. En 1945, el secretario de Guerra de Estados Unidos, Henry Stimson, dijo de la bomba atómica: “Puede ser Frankenstein o un medio para la paz”. Más tarde, los ecologistas acuñaron la etiqueta “Frankenfood” en su lucha contra los transgénicos. En un reciente telefilme británico, el monstruo es alumbrado por un ensayo con células madre. Frankie ha demostrado ser un contenedor multiuso de las ansiedades suscitadas por la técnica de moda.

En un ensayo incluido en la edición de Akal, Josephine Johnston defiende que el meollo de la novela no consiste en un supuesto alegato contra la ciencia; su eje pasa por la cuestión de la responsabilidad. “El error de Víctor radica en no pensar más a fondo en las repercusiones potenciales de su obra”. Para la ensayista, el devastador desenlace no ofrece dudas: “El entusiasmo científico sin control puede provocar un daño imprevisto”.

Del devastador desenlace se desprende el necesario compromiso del científico con su creación: velar por ella y cuidar de que no dañe a los demás. Las palabras de Víctor: “He sido derrotado en estas esperanzas; sin embargo, acaso otro triunfe”, nos indican que Shelley no se abandona a la tecnofobia ni pierde la esperanza en una ciencia con conciencia.

No todo el argumento conserva actualidad. El drama del científico a solas con su conciencia, verosímil en una época de inventores aficionados, ha quedado obsoleto. La investigación depende menos de individuos geniales que de intereses políticos y económicos consagrados a explotar sus frutos sin miramientos por la humanidad o el medio ambiente. Frankenstein no ayuda a captar la complejidad de la actividad científica en tiempos de la tecnociencia.

Si la Criatura que la escritora británica presentó en sociedad era una mezcolanza de restos animales y humanos, el monstruo de la cultura de masas es el producto de un bricolaje con versiones influenciadas por cada contexto.

No es casual que hoy retornemos al texto original. La admonición de Mary Shelley sintoniza con nuestra disposición a no extender más cheques en blanco a los laboratorios. Y su mirada compasiva toca una fibra en nuestra sensibilidad posmoderna, capaz de conmoverse por la agonía de un replicante asesino o el flechazo de un solitario con un software.

Fuente: Sinc/Pablo Francescutti

 

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