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El ocaso del varón

Eugenio Golovin era un filósofo ruso muerto hace 18 años, marginado en su  país y casi desconocido, sospechado sin fundamentos de   proximidad con la derecha política. Golovin tiene no obstante un punto de contacto con las doctrinas que dieron origen al feminismo radical, como las de Valerie Solanas y Shulamith Firestone, aunque sus puntos de vista provienen de otras fuentes,  son más sólidos y no proponen los procedimientos cruentos y algo beocios de Solanas sino que auguran  un fin natural, cíclico, como el de la vida.

Un hombre que huye del llamado de la sublimación no puede llamarse hombre, un ser con un sistema de valores pronunciado.
Un hombre que huye del llamado de la sublimación no puede llamarse hombre, un ser con un sistema de valores pronunciado.

Golovin  entrevé el ocaso del sexo masculino como resultado de las leyes cíclicas que rigen  el  mundo fenoménico de que somos parte y no mediante a aplicación de avances tecnológicos a la manera de Firestone  ni de masacres como las contenidas en el manifiesto Scrum de Solanas.

Golovin no asume puntos de vista políticos,  feministas ni patriarcales; su crítica se centra  en aquel conocimiento que en sánscrito se llama "jñana", que reúne sujeto  y objeto en la síntesis del conocimiento.

Nota que los varones se reúnen en manadas, que entre nosotros se llaman popularmente "barras" o  "patotas", porque  si no disuelven su personalidad individual  en un conjunto se soportan mal o no se soportan. Para muy pocos la soledad es una fuente de paz  y conocimiento, que permite conocerse antes de salir al otro para conocerlo.

Según Golovin, los varones temen la soledad, temen sus ideas, temen a sus jefes y dependen de la opinión ajena, de lo que representan para los otros, es decir,  de una imagen que es una "construcción" que  pone su centro de gravedad fuera de ellos.

Desde la orilla opuesta de las ideas,  Schopenhauer parte de una consideración similar: el ser humano se define por tres aspectos:  lo que es,  lo que tiene y  lo que representa. Esto último, que es lo que considera  Golovin, se debe a una debilidad de la naturaleza humana que lleva a creernos dependientes del valor que nuestra existencia tenga para los demás.

Para el filósofo ruso, los varones "temen todo, pero sobre todo a las mujeres, a las que no obstante desean y pagan caro y con gusto. El cuerpo de la mujer es un imán irresistible, sobre todo a la edad en que están intoxicados por exceso de hormonas; en cambio, el cuerpo masculino sin muscular no vale nada.

Golovin presintió que algunos valores políticos asumidos sobre todo por la izquierda  son  síntomas del dominio femenino en ascenso. Por eso algunas afirmaciones puramente ideológicas  son dogmas de la izquierda actual a pesar de que el motor que impulsa al Estado a darles fuerza legal no es justamente izquierdista sino todo lo contrario.

Dice que la igualdad de los sexos es demagogia. Los sexos luchan y generalmente predominan los varones, y si es el turno de las mujeres, lo hacen desde una discreta oscuridad.

La civilización moderna se ha desarrollado en el sentido del naturalismo y del predominio de lo material y del culto del cuerpo. En ella ha surgido, al amparo de la democracia, de las necesidades laborales y del industrialismo, una oleada de feminismo que   merece aplausos de todos los progresistas que con demasiada frecuencia tienen mirada corta y oídos obstruidos por el ruido que ellos mismos producen.

Golovin da una lúgubre visión del patriarcalismo en trance de muerte. Se refiere a los creadores de doctrinas, religiones, sistemas filosóficos y políticos como representantes de un sexo moribundo, el masculino.

Criticando la modernidad, considera "difícil encontrar en el pasado una construcción estrictamente material del universo".  Cuando la religión se reduce al moralismo, cuando la alegría de ser se reduce a una decena de “placeres” primitivos, por los que además hay que pagar no se sabe cuánto, cuando la muerte física aparece como “el final del todo” ¿acaso se puede hablar de impulso irracional y de  sublimación?

Golovin señala una condición de la actualidad que parece contrarrestada en parte por el aprecio creciente por las doctrinas tradicionales, rechazadas por la ortodoxia académica: dice que los jóvenes  no quieren gastar fuerzas en improductivas búsquedas del absoluto: las especulaciones intelectuales exigen demasiada energía vital, que es mucho más práctico utilizar para mejorar las condiciones concretas corporales, financieras y demás.

Los hombres actuales ansían la ingenuidad, la despreocupación, el deporte, la aventura sin consecuencias, desean prolongar la juventud.

Un hombre que huye del llamado de la sublimación  no puede llamarse hombre, un ser con un sistema  de valores  pronunciado. Incluso con la barba canosa o con la musculatura muy desarrollada en el gimnasio,   seguirá siendo un niño, dependiente totalmente de los caprichos de la “gran madre”.

Obligando al espíritu a resolver  problemas pragmáticos, agotando el alma con la vanidad y la lascivia, siempre se arrastrará hasta las rodillas de la "gran madre"  buscando consolación,  ánimo y  cariño.

“Pero la “gran madre” no es en absoluto la Eva patriarcal, carne de la carne del hombre. Es más bien la  creación siniestra  de la eterna oscuridad, pariente próxima del caos primordial, no creado: bajo el nombre de Afrodita Pandemos envenena la sangre masculina con la pesadilla sexual, con el nombre de Cibeles lo amenaza con la castración y la locura y lo arrastra al suicidio.

Esta mitología en que Golovin nos considera insertos sumerge en ella también a las doctrinas racionalistas y ateas. Para él, el ateísmo es una  teología negativa, asimilada de manera acrítica y a veces inconsciente.

El ateo cree ingenuamente en el poder total de la razón como instrumento fálico, capaz de penetrar hasta donde se quiera en las profundidades de la “madre-naturaleza”. Sucesivamente admirando la “sorprendente armonía que reina en la naturaleza” e indignándose ante las “fuerzas elementales, ciegas de la naturaleza” es como un niño mimado que quiere recibir de ella todo sin dar nada a cambio.

Está  asustado ante las catástrofes ecológicas y la perspectiva de ser trasladado en un futuro próximo a otros planetas,  y apela tarde  a la compasión y el humanismo.

El  “sol de la razón” es apenas el fuego fatuo del pantano, y el instrumento fálico no es más que un juguete en las depredadoras manos de la “gran madre”. No se debe acercar al principio femenino que crea y que también mata con la misma intensidad. “Dama Natura” exige mantener la distancia y la veneración. Lo entendían bien nuestros antepasados. Ellos ponían en los caminos la imagen del dios Término y escribían en las columnas de Hércules “non plus ultra”.

Lo que en la época moderna se entiende por “espiritualidad”, es  específicamente femenino: hacen falta memoria, erudición, conocimientos serios, profundos, un estudio pormenorizado del material – en una palabra, todo lo que se puede conseguir en las bibliotecas, archivos, museos. Allí, como en el  baúl de la abuela, se guardan  las bagatelas.

Si alguien se rebela contra semejante espiritualidad, siempre podrán acusarlo de ligereza, superficialidad, diletantismo, aventurerismo, que son características esencialmente masculinas.

De aquí los degradantes compromisos y el miedo del individuo ante las leyes ginecocráticas del mundo exterior, que la psicología profunda  denomina  “miedo ante la castración”.

“Tendencia a resistir, – escribe Erich Neumann, – el miedo ante la “gran madre”, miedo ante la castración son los primeros síntomas del rumbo centrípeto tomado y de la autoformación”.

Ahora, en la era de la ginecocracia, semejante concepción constituye en verdad un acto heroico. Pero el “auténtico hombre” no tiene otro camino.

De la Redacción de AIM.

 

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