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Política
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La “buena fe” o la libertad

En este intenso período histórico en el que por fin se ha abierto la discusión parlamentaria sobre la interrupción voluntaria del embarazo hemos tenido la ocasión de reflexionar sobre varias cuestiones. Me interesa detenerme brevemente en algunos puntos que, creo, por condensar malentendidos que se repiten con frecuencia, constituyen obstáculos para el entendimiento entre posiciones enfrentadas, muchas veces de buena fe.  Por: Leandro Drivet, para AIM.  

La verdadera cara de la
La verdadera cara de la "buena fe".

Es incorrecto e injusto llamar “pro-abortistas” a quienes luchan por el derecho al aborto libre, seguro y gratuito: no hay nadie que promueva el aborto (al menos voluntariamente). Pese a la intensidad de los deseos que se profesen, tampoco hay nadie que pueda evitar los abortos voluntarios por la vía del punitivismo o la compasión. Trabajar políticamente contra la práctica del aborto es una tarea eminentemente educativa. Recordemos que contra la educación sexual integral estuvieron tradicionalmente los mismos que se oponen al uso y a la distribución de anticonceptivos, y que hoy se oponen a la legalización y a la despenalización del aborto. En Entre Ríos, basta recordar la oposición religiosa y política a la implementación de la Ley provincial de Salud Sexual y Reproductiva y Educación Sexual N° 9.501 promulgada a mediados de 2003.

Un feto o un embrión no son una persona; como tales, no pueden equipararse a un ser humano. En esto coinciden Santo Tomás con el biólogo Alberto Kornblihtt. Del consenso participa la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y también el sentido común que acepta de hecho el congelamiento y hasta el descarte de embriones, y que hace un duelo cualitativamente diferente si se trata de un aborto de un feto de hasta 14 semanas o si acontece la muerte (o el crimen) de un niño. Se suma a este acuerdo mínimo la valoración incremental de la vida que se deduce de nuestros marcos legales nacionales: por ejemplo, de las penas previstas en el Código Penal para algunos casos de aborto, y el caso de homicidio planificado –y agravado por el vínculo– de un indefenso. Hay que agregar que el embrión no está biológicamente preparado para sentir dolor al menos hasta pasada la semana 20 de gestación. Por algunas de las palabras que leímos y escuchamos estos días, incluso en el debate parlamentario, parece necesario aclarar que reconocer la evidente distinción entre feto/embrión y persona no implica que la interrupción voluntaria del embarazo se convierta en algo deseable, en el medio anticonceptivo de preferencia, en un objetivo a realizar, en un valor, en una cucarda que alguien esté ansioso por ostentar. Quizá sea apropiado decir también que si el feto o el embrión no son una persona, tampoco se igualan por eso a cualquier forma de vida. De este hecho se desprenden algunas dudas y algunos debates morales y políticos que esta ley no impide, y que son irreductibles a la penalización. La antinomia entre la vida y la libertad no podrá saldarse jamás a favor de la conculcación de la segunda: ni de hecho ni de derecho.

No hay indicios que lleven a pensar que la eventual legalización del aborto aumentará esta práctica, pero sí hay mucha evidencia respecto de que reducirá las muertes, la pérdida de salud y los tormentos de mujeres, y en especial de mujeres pobres. La diferencia estará en todo caso en las condiciones en que esos abortos tendrán lugar, en las consecuencias que tendrán, en el hecho de si nos enteraremos o no, y por lo tanto en el hecho de si seremos capaces como sociedad de dar una respuesta a la altura del problema. Quien vota contra la ley que permitiría evitar esas muertes y mucho del sufrimiento anejo a la clandestinidad y la ignorancia, no se enfrenta sólo a un problema de conciencia a resolver en un confesionario o en su intimidad, sino a los eventuales reclamos públicos de las víctimas (víctimas de las inequidades estatalmente producidas o estatalmente garantizadas) o de los deudos de éstas (víctimas secundarias). La experiencia internacional muestra que la aprobación de la ley es no sólo compatible con el compromiso de luchar contra la muerte de mujeres gestantes y contra el aborto, sino incluso más compatible que la penalización o la desregulación de dicha práctica. Quienes manifiestan su sensibilidad por la vía contable deben saber que es menos costoso habilitar la práctica de abortos seguros que asumir las consecuencias mucho más gravosas de la clandestinidad.

Si torturar es infligir graves dolores físicos o psicológicos a alguien, forzar a una mujer a continuar con un embarazo que no desea (y que no tiene por qué desear necesariamente) es también una forma de tortura. Lo traumático no es la interrupción o la continuación del embarazo en sí, sino, eventualmente, el recuerdo de haber padecido o tenido que hacer algo contra la voluntad, es decir, sin libertad. Por otro lado, forzar el nacimiento de un niño no deseado, y luego desentenderse de su entera vida ética (algo tristemente normalizado), es una crueldad que al parecer a muchos les resulta más fácil de soportar que la interrupción voluntaria del embarazo hasta las 14 semanas.

La legalización del aborto no obligará a nadie a practicarlo, así como su penalización no impide la práctica, sino que la hace más brutal. Les guste o no a quienes se oponen a la ley, criminalizar el aborto no sólo no reduce su número sino que promueve el mercado ilegal de prácticas inseguras y riesgosas para la salud de las mujeres que deciden abortar. Es necesario destacar que la ley tampoco convertirá al aborto en un valor. Pese a lo que puede inferirse del discurso de algunos de los que se oponen a la legalización del aborto, la ley que ahora tiene media sanción no celebra el aborto, no lo promueve, no lo trivializa. En cambio, le da relevancia, lo saca de la clandestinidad, lo convierte en un asunto a tratar en la esfera pública, a la luz del debate público, e iguala o tiende a igualar las condiciones en que mujeres de diferentes clases sociales accederán a él. Pero incluso si en un ejercicio especulativo malsano nos olvidamos de las miles de mujeres pobres que mueren o padecen víctimas de la desigualdad, de mala praxis, abandonadas, desesperadas, retorcidas de dolor y tristeza, y pensamos sólo en el fantasma que inquieta a tantos opositores de la legalización, a saber, la mujer promiscua, liberal, profesional y pudiente que tiene sexo por placer y sin tomar las precauciones necesarias para evitar la concepción, y que luego se hace un aborto “sin razones”, como se ha dicho (¿qué sería un “aborto sin razones”?¿Qué se considerará una razón válida y para quién lo sería?) o dos, o tres, o decenas, sonriente, sin conmoverse como los opositores quisieran, la pregunta, dirigida a los que se oponen a la legalización, sigue siendo: ¿por qué creen que tendrían el derecho o la sola posibilidad de decirle algo o de hacer algo sobre la decisión de esa mujer? Les guste o no admitirlo, lo cierto es que no estuvieron, no están, y no estarán invitados a deliberar sobre ese asunto. Esa discusión, en todo caso, pertenece al ámbito de la educación. Ese es el ámbito en el que hay que trabajar para allanar el camino de una mayor autonomía de toda la sociedad civil. No para imponer un prejuicio fundado en convicciones religiosas o personales.

Un aspecto de carácter transversal, que toca el tema del derecho a la interrupción voluntaria del embarazo (en especial el punto anterior) pero que lo excede: hay mucha gente convencida, erróneamente, de que el autoritarismo, e incluso la “maldad”, se arraiga en “malas intenciones”. Según esa mirada, la ausencia de “mala intención” garantizaría la bondad de un acto al llevarlo a cabo. Pero el “Ur-fascismo” o “fascismo eterno” (tomo el concepto de Umberto Eco) no es fundamentalmente un problema de malas intenciones, si entendemos por eso el querer conscientemente el daño, en general de otro. Todo lo contrario: es un problema de “buena fe”. El ropaje más habitual y hegemónico del “Ur-fascismo” no es la violencia (en este caso, patriarcal) que ejerce eventualmente quien quiere y busca el mal de los otros, sino el paternalismo “bienintencionado” de los “compasivos”, que creen desear y provocar el bien de los otros (en particular de las niñas y mujeres y de las niñas y mujeres pobres, e incluso de un feto del que cuando se convierta en niño y nazca se desentenderán) cuando imponen sus pareceres y sus proyectos. “Compasivos” que creen conocer el bien de/para los otros mejor que esos otros, y que no dudan en sentirse autorizados en imponerlo, o, lo que es lo mismo, en conculcar el derecho de los demás a buscarlo por sí mismos. Lo hacen de “buena fe”, con “buena fe”: confiados en su bondad y en la bondad de la fe que los auspicia, que en general no sólo es ante sus ojos “buena”, sino la mejor. Amparados en su "buena conciencia", en la bondad del espíritu que los anima (a ellos más y mejor), los paternalistas pretenden sustituir la consciencia moral de los otros, a quienes consideran menores de edad, indignos, tontos, locos, extraviados. El amor que el paternalista concede es falso porque no se basa en el reconocimiento del otro, sino que depende del sometimiento que exige a sus principios. Los ur-fascistas se muestran (y muchos se creen realmente) piadosos, motivados por los “mejores” principios, los del "amor" y de la “vida”, pero en cuanto alguien los ignora en su apostolado, o los cuestiona democráticamente sobre asuntos que en todo caso son opinables, no tardan en mostrar la contracara del desprecio y la venganza, el deseo de castigo y la segregación, mientras se comportan con tolerancia respecto de la institucionalización de las infinitas formas del negocio ruin, de la miseria, de la crueldad y del crimen que implica, por ejemplo, el aborto clandestino. En el disenso, en el diálogo (que exige paridad) se revela la hipocresía de esos "compasivos", que no dudan en recurrir a la extorsión moral de la culpa o la demonización, ni en juzgar en algún punto merecido el sufrimiento de quien obra contra los principios sagrados de la “buena fe”. Por el “bien” del otro, claro. Algunos, enardecidos de piedad, llegaron estos días al punto de la amenaza de tortura, como esos médicos y anestesistas quienes, después de la media sanción de la ley, declararon que en sus guardias los abortos se harán sin anestesia, o que no se harán bajo ningún concepto. Otros, igualmente misericordiosos, expresaron un goce malicioso en las redes sociales tras la muerte accidental y trágica de dos familiares directos (incluido un hijo) de un senador formoseño que se había pronunciado a favor de la ley en cuestión. Son casos extremos, pero reveladores de un tipo de carácter generalizado. Este debate trajo a la luz la verdadera cara de algunos sacerdotes (con o sin sotanas), que tras sus sonrisas y gestos mesurados no tiemblan ni en encubrir la corrupción de menores dentro de la propia institución que celebra a un dios que se habría hecho niño (y que sin sonrojarse se dice protectora de los derechos del niño), ni en mortificar a tantas mujeres y niñas, ni en oponerse a la adopción de niños por parte de parejas homosexuales, entre otras cuestiones. Los más rígidos, los más dogmáticos, se comportan con suavidad y tolerancia mientras su voluntad es ley; en cuanto pierden poder, asustados y resentidos por la anulación de sus privilegios, dejan al descubierto su espíritu de venganza, su odio al mundo y a la humanidad, a la democracia y a la libertad. La “buena fe” es bastante a menudo el colchón sobre el que descansa el permiso de hacer, ver o dejar sufrir, o bien, el miedo y el odio a la autonomía: pasiones propias de un Amo, enraizadas, sin embargo, en tantos servidores. Si algo enseña la historia y la crítica de los valores (y en particular la historia y la crítica de la religión, y más exactamente de las religiones monoteístas) es que la moral, en distintas épocas y lugares, suele definirse con la constante de hacer el mal (imponer algo, quitar una libertad) en el nombre del bien. Con las mejores intenciones. Nada nuevo: la espada siempre se acompañó de la “buena fe”.

Una vez más, en nuestro país fueron en primer lugar las mujeres las que gestaron una revolución. Fueron las mujeres las que en ronda por la Plaza de Mayo enfrentaron la prepotencia criminal de la Tiranía, la cobardía y la complicidad de la Iglesia Católica y de buena parte de la feligresía y de la sociedad civil. Ellas demostraron ahora que el motor de la historia (de la libertad) es también la lucha de género, es decir, la lucha contra la opresión del patriarcado, y no sólo la lucha de clases. A partir de este debate y de esta media sanción de la ley que supieron conseguir (junto a todos los ciudadanos con consciencia y autoconsciencia de género), las mujeres que decidan abortar estarán menos solas, y todos seremos un poco más libres. La sociedad civil habla ahora más abiertamente de este tema, y no retrocederá. La lucha por “Ni una menos”, por la igualdad de los géneros ante la ley, y ahora en particular por el derecho al aborto legal, libre y gratuito (que, repitamos, no será deseado ni obligatorio, ni estimado como un sueño, ni multiplicado por la ley), ha servido tanto para mostrar el oscurantismo (más o menos voluntario) de los “compasivos”, como para ampliar y esclarecer al movimiento feminista, para despejar los fantasmas de la irracionalidad y la violencia que sobre este último se proyectaron, y para hacer visible su auténtico rostro emancipatorio, universal y humano. Nada impide soñar con que los objetivos de esa lucha por la libertad y la igualdad se expandan en todas las direcciones.

* Leandro Drivet, Doctor en Ciencias Sociales; Licenciado en Comunicación Social. Investigador Asistente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet).

@leandrodrivet

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