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La guerra, gran negocio

La escena introductoria de El señor de la guerra, película protagonizada por Nicholas Cage, muestra en primer plano el proceso que sigue una bala. El siniestro viaje que se describe abarca desde su creación, en una fábrica de armas del primer mundo, hasta que es disparada por un fusil para finalizar su trayectoria alojada en la cabeza de un niño africano. Tres minutos de cinta fílmica que deberían servir para despertar las conciencias. ¿Cuánto tiempo más podremos permanecer callados mientras se repite una y otra vez el mismo proceso?

Foto ilustrativa.
Foto ilustrativa.

Ésta es únicamente una pequeña muestra de lo que supone la extrema codicia del “negocio de la guerra”. Un negocio que no entiende de crisis. El año pasado, sólo en España se movieron más de 1.300 millones de dólares, según datos del Sipri (Stockholm International Peace Research Institute), organización que contabiliza el comercio de armamento pesado en el mundo. Una cifra desorbitada que coloca a este país en el sexto lugar en el escalafón de exportadores por encima de países como China o Israel. Tanto es así que, en plena recesión económica, mientras el sector inmobiliario o el automovilístico se paralizaron, la venta de aeronaves, vehículos blindados, embarcaciones militares o material de artillería, se incrementó en un 53% respecto al curso anterior. Varias organizaciones como Intermón Oxfam o Amnistía Internacional ya han pedido la comparecencia ante el Congreso de la secretaria de Estado de Comercio para que explique las condiciones de este tipo de transacciones.

El mercado del fuego y el acero nunca descansa. En los últimos días se ha desvelado que los contratos firmados entre Rusia y Venezuela para la adquisición de material bélico por parte del gobierno de Hugo Chávez alcanzarán un valor total de 5.000 millones de dólares. Esta suma servirá para costear la compra de un lote de 92 tanques, helicópteros militares y un sistema de defensa antiaérea. Decenas de operaciones como ésta se ejecutan cada año para mantener a flote una industria.

Cuantos más focos bélicos haya en el mundo mayor volumen de negocio tendrán los “señores de la guerra”. Conflictos armados como los de Afganistán o el de Irak han hecho que en la última década el gasto militar internacional haya aumentado en un 45%. Todo ello sin contar las cantidades que se generan en torno al tráfico ilícito de armas. Un coste que, más allá de las cifras monetarias, se lleva la vida cada año de, al menos, 740.000 personas, según datos de la ONU. Este comercio, desarrollado fuera de los márgenes legales, contribuye al fortalecimiento de la delincuencia organizada y vulnera la estabilidad política, social y económica de los Estados afectados. Países latinoamericanos como México o Colombia, inmersos en sendas luchas contra el narcotráfico y las guerrillas (Farc) respectivamente, pueden dar buena cuenta de ello.

La paradoja que provoca esta situación es que los mismos países que intervienen y median en los conflictos son los mismos que permiten y se enriquecen con el tráfico de armas, ya sea desarrollado por cauces legales o ilegales. En este sentido, Estados Unidos, sobre todo durante la administración Bush, representa el caso paradigmático. El gigante norteamericano es el motor principal de la industria militar. El 41% del desembolso mundial pasa por sus arcas. Además, su “cruzada” contra el terrorismo internacional y su fomento de la inseguridad ha provocado que en los últimos años muchos países hayan comenzado un rearme progresivo de su potencial bélico.

Con todo ello, la cuestión realmente importante no radica en la legalidad de este comercio sino en su moralidad. No es de recibo que con todos los males de los que sufre la humanidad sea el negocio de las armas el más fructífero del planeta y también al que más horas de investigación se le dedica. No, cuando cada minuto muere en el mundo una persona por herida de bala.

Sin duda, la compraventa de armas conforma una gran industria en la que se implican numerosos intereses tanto públicos como privados. Los ingentes beneficios que se producen configuran estos flujos como un mercado muy tentador a sabiendas incluso del fin para el que son creadas: matar. Así es el gran negocio de la muerte. Pero eso sí, no olvidemos que las armas por sí solas no matan, matan las personas.

David Rodríguez Seoane es Periodista

 

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