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Nagoro, la misteriosa aldea de muñecos de Japón

El autobús es pequeño y apenas hay espacio para su trayecto que por un lado tiene a la montaña y por el otro un precipicio. El camino está lleno de curvas. Los árboles, verdes amarillos y rojos, se empinan por encima de las nubes. Los puentes colgantes se aparecen a lo lejos y el río Iya acompaña ruidoso, desde el inicio hasta el final del recorrido. No estamos en una película de animación japonesa, sino en la Isla de Shikoku, prefectura de Tokushima y rumbo a Nagoro, la aldea de los muñecos.

Nagoro, la misteriosa aldea de muñecos de Japón
Nagoro, la misteriosa aldea de muñecos de Japón

Hace 60 años Nagoro tenía cientos de habitantes, había trabajadores, niños, vida.

Sin embargo, la gente ha ido muriendo, el trabajo se acabó y los más jóvenes han preferido irse de este lugar, desmotivados básicamente por la dura ubicación geográfica.

Ayano Tsukimi, 67 años, de mirada profunda y sonrisa tímida, se dio cuenta de que el número de habitantes comenzaba a disminuir dramáticamente, lo que produciría un inevitable olvido de su pueblo natal.

Pese a que ella era una más de los que había emigrado, hace ya 14 años decidió volver para cuidar a su padre y comenzó a hacer algo por su villa: reemplazar a las personas que solían vivir en Nagoro por muñecos.

"Son como mis hijos"

Los muñecos "son como mis hijos", cuenta Ayano Tsukimi. Y se nota, porque los protege y los cuida. En su casa vive con decenas, ocupando todos los espacios posibles.

En su living tiene escenificado un matrimonio con todos sus participantes. Novios e invitados. Están por todos lados. Cada tanto se pasea por el pueblo revisándolos, atenta por si es necesaria una reparación o limpieza. Incluso los saluda, les da los buenos días y las buenas noches.

Los muñecos, que confecciona en su espacioso taller, a unos 100 metros de su casa, están hechos con palos de madera forrados con papel de diario, el pelo hecho con lana y los viste con la ropa que corresponda según su trabajo o ubicación en el entorno, muchas veces las prendas originales de las personas que representan.

Para la cara utiliza medias y botones. "La cara y las expresiones faciales son lo más difícil", explica, y continúa "casi todos los muñecos los he hecho yo sola, pero un sábado al mes estoy dando clases de cómo hacer muñecos, entonces ahora algunas personas me ayudan".

Ayano Tsukimi está consiguiendo el objetivo de poner a Nagoro en el mapa. De darle vida al pueblo, pese a lo inanimado del grueso de su población.

Recorrido sorprendente y escalofriante

Uno, motosierra en mano, descansa luego de una jornada agotadora. Otro acarrea niños en una carretilla. Un grupo espera el autobús en la parada y al fondo un padre se prepara para salir a pescar con su hijo.

Realmente los muñecos parecieran tener vida propia y están dispuestos cuidadosamente en cada rincón del pueblo. En las puertas de las casas, en el pasto, al lado del río o en el suelo tomando una siesta.

De un lado del río está el pueblo y del otro la escuela. El acceso es por un camino largo a través de un bosque, ya que el puente que solía usarse para cruzar está cortado y custodiado día y noche por un guardia. Muñeco, claro.

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Ayano, sin embargo, camina por el bosque de memoria. "Esta es la Nagoro Elementary School, fue cerrada hace cinco años", dice, y nos abre la puerta de un mundo tan sorprendente como escalofriante.

La escuela, abandonada por falta de estudiantes, sigue viva con muñecos reemplazando a cada una de las personas que la conformaban. En la entrada te recibe el director y un par de profesoras.

En el pasillo un grupo de alumnos representa una coreografía del Awa Odori, el festival más grande de danza de Japón, tradicional de Tokushima. A la izquierda una clase de música. Cada sala está repleta de entusiasmados alumnos confeccionados cuidadosamente por Ayano.

Una de ellas, sin embargo, está llena de sillas vacías salvo dos puestos ocupados en la primera fila, por un niño y una niña.

"Estos son Shin Chan e Ina Chan. Ellos fueron los últimos estudiantes de esta escuela. Yo los hice y los puse en sus asientos" cuenta Ayano, y muestra los muñecos de los niños mientras sostiene la foto de los estudiantes originales.

Una aldea perdida en el bosque

Nagoro es un pequeño pueblo de difícil acceso, perdido en medio de las montañas del valle de Iya, a solo 10 kilómetros del Montaña Tsurugi, de 1.954 metros de altura.

La historia cuenta que este escenario de bosques espesos y enormes acantilados sirvió hace 800 años como escondite de los samurái del clan Taiga, después del conflicto con el clan Minamoto.

"Yo vivo acá sola con mi padre, el resto de la gente está en Osaka", dice Ayano. Y asegura que no le da miedo pasar largas temporadas en Nagoro, pese a que el hospital más cercano está a 90 minutos de distancia y sabe que de suceder algo grave, difícilmente llegaría a tiempo.

Es tan recóndita su ubicación que la comunicación se hace extremadamente difícil. WiFi no es una palabra común para sus 29 habitantes (pese a que paradójicamente el pequeño autobús que te lleva al pueblo, tiene internet) y encontrar personas que dominen un idioma diferente al japonés es imposible.

Para comunicarme con Ayano la fórmula fue escribir un texto de presentación y las preguntas traducidas al japonés, mostrárselo, rogar para que lo entendiera y esperar tener respuesta.

No fue difícil porque sus ganas de hablar sobre sus creaciones, sobre su vida y sobre su mundo hacen sobrellevar cualquier barrera lingüística posible.

"En un principio planté semillas"

En 2003, la idea de Ayano era distinta. Quería darle vida al pueblo a través de la pequeña agricultura.

"En un principio yo planté semillas, pero estas nunca crecían, entonces mientras esperaba que crecieran comencé a hacer los muñecos", pensando que lo que necesitaba para tener éxito en su aventura agrícola eran espantapájaros. Nunca se imaginó lo que venía.

A sus 67 años es la habitante más joven de Nagoro. A menudo viaja 240 kilómetros para encontrarse con familiares y conectarse un poco con el mundo real. Pero rápidamente retoma su rutina en las montañas.

Y es que es el mundo de fantasía el que la hace feliz. El pueblo está casi desolado y los muñecos la ayudan a mantenerlo vivo. Y a mantenerse viva también: "Porque estoy haciendo muñecos puedo conocer a mucha gente de otros lugares, eso me hace muy feliz. Disfruto mucho haciendo lo que hago en esta villa".

Y poco a poco logra su cometido. El pueblo, pese a lo desconocido, se ha ido transformando en una particular atracción turística. Mucha de la gente que llega al lugar lo hace por casualidad, al ver a los muñecos en el camino. No hay forma de no detenerse.

Entre sus pertenencias más preciadas atesora varios cuadernos con firmas y saludos de todos los visitantes que han pasado por el lugar.

Ayano sonríe y cuenta orgullosa: "Ahora mucha gente conoce este lugar como la villa de los muñecos".

Comenzó haciendo solo muñecos de personas que vivieron en Nagoro, pero luego su creatividad se expandió y ha ido inventando muñecos. Diseñando una nueva aldea. Creando su propio cuento.

Por lo mismo, Ayano San asegura: "Quiero seguir haciendo esto por toda mi vida, mientras tenga salud para hacerlo. De esa manera, la gente puede disfrutar de los muñecos, y yo también lo puedo seguir disfrutando".

Fuente: BBC

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