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Política
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Un reloj descendente cuenta los días, horas, minutos y segundos para el inicio del mundial de fútbol “Rusia 2018”, una cita impostergable para (casi) todo el universo masculino argentino. Si de registros calendarios se trata, podemos considerar que, el 1 de junio de 1978 daba inicio la edición de este torneo que se llevó a cabo en nuestro país, el primero que la selección obtuvo para sí, manchado por la sangre y espanto de los torturados y el grito de las tribunas ensordeciendo el llanto de los bebes nacidos en cautiverio, pero no importa mucho; fuimos campeones. Uno puede cambiar muchas cosas menos de pasión, dice más o menos, el personaje de Guillermo Francella en “El secreto de sus ojos” cuando notan que el asesino prófugo es un fanático empedernido de Racing. Por Valentín Ibarra, para AIM. 

Foto: ilustración.
Foto: ilustración.

En fin. Tal vez no todos sintamos la misma alienación visceral, tal vez haya varones que estemos dispuestos a traicionar al patriarcado, sus modos, sus trampas y sus insignias.

En el presente artículo haremos una lectura del texto “La masculinidad nuestra de cada día” de Rubén Campero, licenciado en Psicología, docente y comunicador uruguayo, quien nos invita a reflexionar sobre los estereotipos naturalizados por una trama institucional y política fundada en el lenguaje. Lo masculino ideal frente a otras posiciones de enunciación posible y la tensión que provoca en el status quo.

Intentemos imaginar con toda la honestidad posible cómo representaríamos a través del dibujo de imágenes humanas sexuadas y de cuerpo entero, ideas tales como heroísmo, suavidad, rudeza, belleza, potencia y cuidado, a razón de un dibujo por cada una. Seguramente caigamos en la cuenta que heroísmo, rudeza y potencia lo asociamos con algo masculino (dibujando “por defecto” un hombre en cada caso), lo mismo que suavidad, belleza y cuidado lo relacionamos con feminidad y automáticamente con anatomías identificadas como mujeres. Por esto y mucho más, ya sea desde lugares anónimos o públicos, conscientes o no, así como desde diferentes cuotas de dominio y subordinación que disputamos, tendemos a reproducir con discursos y actitudes cotidianas una cultura patriarcal (esa que inviste la figura del padre como referencia de Ley y autoridad) que naturaliza valores sólo legibles en clave masculina.

De esta manera se lograría posicionar ideológicamente a la masculinidad como “lo importante”, anclándola a lo natural y propio de la biología, al crear la ilusión de que ella emana exclusivamente de aquellos cuerpos que por su anatomía sexuada y las actitudes “propias” de su sexo serían reconocidos masculinamente como hombres, pasando así a ser considerados dueños “naturales” de los modos de circulación del poder, y por tanto habilitados para tutelar y dominar a otros.

Dicho “reconocimiento” masculino se lograría también a partir de la supuesta diferencia de esos hombres con aquellos otros seres “no hombres” o “no masculinos” tales como mujeres femeninas y masculinas, hombres femeninos y con masculinidades subalternizadas y personas trans, quienes avalarían con su supuesta existencia “devaluada” ese sistema jerárquico que pondera cuerpos y subjetividades en clave masculina.

La diferencia sexual que actualmente manejamos en apariencia se presenta como de dos sexos complementarios en el contexto del binarismo hombre-mujer. Sin embargo esta forma de concebir la diferencia, además de no dar cabida a las múltiples manifestaciones que no admiten clasificación dentro del binomio, no es una realidad equitativa, ya que sigue ponderando el pene en tanto falo como el órgano referente que rige la diferencia en términos de la posesión o falta, evidenciando que las mujeres tal vez sigan siendo vistas como “hombre incompletos”. Ejemplos de esto se observarían cuando se le dice a un niño o niña que “los nenes tienen pene y las nena no”. En base a esto se podría decir entonces que lo masculino se vale de esta diferencia sexual “binaria” (de fuerte hegemonía fálica) para naturalizar su dominación ya no como un género más (masculino, particular, singular) sino como la medida de todas las cosas.

Por tanto, y como mecanismo justificador por complementariedad binaria de lo fuerte-débil o posesión-falta, lo femenino devendría de esa masculinidad así construida como universal para ocupar el lugar de “lo otro”, de lo particular, de lo débil, de la falta, de lo que no posee cualidades para inspirar Leyes generales ya que su procedencia siempre carnal-material pertenece a un segundo momento no fundacional (como Eva según el mito de origen judeo-cristiano), y que por tanto no puede brillar por sí mismo sino en relación de dependencia para con una fuente original que sí posee luz propia. Concepciones estas que se reproducen y actualizan cada vez que se ve al sol como masculino y a la luna como femenina.

Este ideal androcéntrico, supuesta prueba del estatus natural de la superioridad y dominio masculino de los hombres sobre las mujeres y “otros” hombres, es el que aún permea el imaginario social asociado a lo fuerte, alto, duro, heroico, etc., constituyéndose así en un estereotipo organizador de los procesos de subjetivación de todas las personas. Por esta razón muchas mujeres, así como muchos hombres que no logran ajustarse al ideal, refuerzan con su admiración los despliegues de quienes encarnan la masculinidad consagrada, al haber aprendido a ponderar las performances del hombre blanco, heterosexual, de clase media-alta, judeo-cristiano, primermundista, urbano y propietario.

 

Masculinidades en tensión

Si por ejemplo tuviéramos que pensar en las palabras o expresiones que utilizamos para referirnos a: los hombres que tienen contacto sexual al menos con otro hombre;  las mujeres que tienen actividad sexual con muchos hombres; las mujeres que tienen relaciones sexuales al menos con otra mujer; y los hombres que tienen contacto sexual con muchas mujeres. ¿En cuál de las cuatro situaciones abundarían las calificaciones positivas y los elogios?

Según parece las mujeres hagan lo que hagan van a recibir calificativos negativos, invisibilizadores y subalternizantes. Sin embargo ser hombre no es condición suficiente para ocupar una posición digna dentro de la escala de masculinidad, ya que como vemos la orientación sexual no heterosexual construiría ese “ser hombre” en algo más cercano a lo femenino y por tanto devaluado. Esto se podría hacer extensivo al imaginario masculinamente descalificador que existe sobre los hombres heterosexuales que no logran adecuadas erecciones. Por otra parte, si cuantificáramos estereotipadamente la masculinidad de un hombre latino y de bajos recursos frente a la de un hombre anglosajón y rico ¿Cuál de los dos diríamos que es “más” masculino? Tal vez el primero pudiera parecerlo “más” a causa de la rudeza generada ante la hiperexposición de su cuerpo al trabajo manual intenso y en intemperie, así como a los valores machistas a los cuales les hace culto (promiscuidad (hetero) sexual, alcoholismo, violencia, etc.) en tanto le brindan identidad y una posición de jerarquía ante otros para manejar las distintas dominaciones de las que es objeto.

Puede que según estos criterios más mediterráneo-latinos de masculinidad el hombre anglosajón y rico parezca “menos” masculino, sin embargo su posición de poder económico, racial, político y simbólico lo posicionarían en la cima de la pirámide, por lo que en el contexto de la cultura androcéntricamente globalizada sería decodificado como el “más masculino” de los dos.

Como vemos esta dominación patriarcal de género se expresa no sólo en el registro inter-género (de lo masculino a lo femenino, y a veces de lo femenino a lo masculino) sino también en el nivel intra-género (entre las masculinidades y entre las feminidades) y siempre en el contexto de muchas otras dimensiones de dominación que la transversalizan y complejizan, tales como la posición socio-económica, la orientación sexual, la etárea, la étnico-racial, la diversidad funcional, la identidad de género, etc. y que genera diferentes y complejas lecturas de las maneras en que circula el poder.

Los guiones masculinos considerados versiones inferiores, secundarias, averiadas, “diferentes” de la masculinidad hegemónica, es decir sensibles, no competitivas, no hiper-heterosexuales, no heterosexuales, no hiper-sexuales, feminizadas, no violentas, habitando cuerpos de mujeres, infantilizadas, manifestadas por hombres transgénero, no blancas, etc., serían vistas como sub-versiones o subalternidades masculinas (Campero, 2014), las cuales junto a las feminidades, no sólo ocuparían posiciones complementariamente justificadoras de las posiciones masculinas tradicionales, sino que también representarían formas de resistencia a la dominación en tanto tomarían forma en constante relación de tensión con la masculinidad dominante, interpelándola a cada paso en su supuesta posición jerárquica de única y “natural” manifestación de masculinidad con poder para definir lo general y válido sobre los cuerpos, las subjetividades y la vida en general.

En ese sentido se podría considerar a la propia construcción binaria de género como una forma de violencia, la cual impondría compulsivamente mediante diferentes aparatos tecnológicos, protésicos e ideológicos del Estado y de centros de poder hegemónicos, una lógica platónica de esencias femeninas y masculinas que luego el cuerpo debería esforzarse por representar social y políticamente (Preciado, 2002), quedando encorsetado por universos dicotómicos que lo encajarían en las identidades de hombre o de mujer.

 

Por: Valentín Ibarra, para AIM.

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