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Arte y locura: Una forma de enfrentar la realidad

El arte existe porque existe la muerte, porque el arte tapa estéticamente, esclarece y permite enfrentar lo desconocido. El arte es lo contrario de la ciencia, que controla, analiza y corta en pedacitos; en cambio, el arte junta y da un sentido que no existía antes. La muerte no tiene sentido y el arte le puede dar sentido. Toda expresión estética permite enfrentar un misterio angustiante, o no es nada.

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Foto: http://www.moffatt.com.ar

El arte permite no volverse loco, pero quiero aclarar que, sin embargo, cuando una persona está realmente loca, no crea, cuando está enferma a lo sumo puede encontrar las piezas, si después volviera a tener contacto con los humanos, se acordara de esas piezas y las pudiera transmitir, se convertiría en artista. El artista siempre se mete en la zona en que nosotros no nos metemos porque es un territorio muy caótico, que tiene que ver con la desintegración de la realidad, y por lo tanto, la desintegración del yo.

Digo esto porque la locura y el arte son casi la misma cosa, la diferencia solamente es, que el artista pudo llegar a donde llegó el loco, que es la parte profunda y regresiva nuestra, es la parte que nos angustia, que es muy arcaica, y pudo volver y darle una forma transmisible. Es decir: el arte es un mensaje protopsicótico que se entiende, entonces nos permite entendernos en las partes psicóticas que tenemos.

El arte tiene una obligación y se inventó por algo: para hacer soportable esta aventura de vivir, que es tan difícil. En la vida te tenés que transformar, te pegan, te besan, te cambian los lugares, te sacan las cosas, te las vuelven a poner. Entonces, si no existiera el arte, la vida sería insoportable, no tendría sentido.

Un poema da sentido a lo caótico, a lo que angustia mucho, nos explica algo que no entendíamos, nos permite aguantar las pérdidas, porque le da una forma hermosa, sintetizada. El arte nos enseña que el mundo cambia y nos ayuda a admitir esos cambios.

Aparentemente el arte sería un tema distinto o lejano a la terapia, pero en el fondo, los dos tienen la misma tarea: elaborar lo que no se comprende. Todos los pueblos generan un folklore, un arte popular de rescate de lo perdido, de lo doloroso.

Yo creo que hay mucha riqueza estética en el fondo del Borda; a veces, yo voy allá para poder tomar un poquitito de cordura, porque los muchachos del fondo son como artistas, el depresivo hace diez o quince años que el hospital lo beca para que realice el personaje de la melancolía y poder ver la esencia de lo depresivo, que queda a un paso de lo poético. Entonces todo ese arte del fondo de los manicomios, yo lo reivindico, donde hay escritos en las paredes que son verdaderas poesías, que pudieron haber sido escritos por Neruda, o más todavía, por Vallejo, Baudelaire o Artaud, lo que pasa es que el melancólico del hospicio no consiguió editor, quedó sólo como loco.

En los años ‘70, en el fondo del Borda, hicimos la experiencia de la Peña Carlos Gardel, en la que también había un grupo de teatro: “Las Animas” (o “Los Fantasmas del Alma”). Estaba compuesto por compañeros de adentro y de afuera: Rafael Rodríguez, Carlos de Sica, Carlos Rafaelli, Jorge Bonay, Graciela Cohen, Graciela Hericourt y otros más. Representábamos el Juan Moreira, seguíamos la línea del radioteatro criollo que, a su vez, desciende directamente del viejo teatro de circo de los hermanos Podestá. Este teatro criollo desarrollaba siempre el tema del gaucho matrero, el paisano que se rebela por los atropellos de la autoridad. Es el tema del héroe, el mito de Juan Moreira, que aparece tratado con otros nombres y bajo otras circunstancias, pero con igual estructura temática.

Los sábados, que eran los días en que funcionaba la Peña y el grupo de teatro, se trabajaba sobre una situación, una estructura argumental sencilla que se acordaba entre todos antes de comenzar y luego se iba improvisando el desarrollo. En este sentido parecía más una sesión psicodramática que teatral. La participación de los espectadores era a veces directa y algunos saltaban al ruedo y ayudaban a uno de los personajes. También en la resolución de la situación dramática se superponía a veces el psicodrama al teatro: en el mito, el Sargento Chirino lo ensarta con su bayoneta a Juan Moreira, y lo mata. Pero después, en nuestras representaciones, se invertía el mito: Juan Moreira lo mataba a Chirino. Un día, en una representación, el loco que hacía de Chirino, se arrancó la gorra y el uniforme de cotillón que era su vestuario y dijo: “¡A la mierda los uniformes… yo me voy a unir al pueblo!...” Y todos los pacientes aplaudían, y era como la revolución social (aclaramos que estábamos en la época de Cámpora).

Otra vez, el Sargento Chirino apareció con un guardapolvo blanco, que le habían sacado a un enfermero, y un simulado electroshock de cartones para aplicarle uno a Juan Moreira, y entonces los otros locos lo corrieron al Sargento Chirino, que se había transformado en el temido psiquiatra, para cagarlo a palos, y así pudimos elaborar en forma de teatro, en realidad usando técnicas psicodramáticas, la angustia de los pacientes por lo agresivo de este método terapéutico.

En otra representación, cuando llegó la pelea de Moreira con los milicos, éstos se tenían que morir y como seguían los sablazos (habíamos hecho sables de madera con papel de aluminio) le recordé al soldado que esa vez ganaba Moreira y él moría, de modo que le grité: “¡dale, morite!”... A lo que él contestó arremetiendo con más sablazos: “¡yo no me muero nada, carajo...!”

También hubo sábados en que se mezcló el como si teatral con la vida real. Por ejemplo, Juan Moreira con las ropas gauchas aparecía corriendo en la Peña, y diciendo: “He venido a la mentada peña de Gardel para refugiarme, pues estoy herido y me persigue la partida”... Luego llegaba el “comesario” con los milicos y se armaba el gran despelote, pues todos defendían a Moreira.

Otro tema que apareció varias veces (era bastante imprevisible qué escena era la que se iba a representar) era Moreira enfermo. En cierta ocasión, Moreira escuchaba voces que lo insultaban y además sentía mucha tristeza. El amigo (Julián Andrade) lo llevaba a la ciudad donde un médico le daba pastillas, le decía que estaba perdido y finalmente le aplicaba un electroshock (esta escena se debió hacer con mucha cautela). Moreira seguía igual y cada vez más entristecido. En este momento la madre de Moreira, aconsejada por los vecinos, lo llevaba a lo de un paisano viejo que sabía mucho de la vida, llamado Pancho Sierra (yo aparecía con un vaso de agua y una barba blanca hecha con algodón “Estrella”). En la entrevista, Pancho Sierra le ponía una mano en el hombro a Moreira y le decía: “vos estás triste porque has perdido la esperanza... y oís voces porque tu alma está sola, vos tenés enferma el alma y no el cuerpo”... Esta reubicación de la enfermedad como una ausencia de diálogo, como un problema del alma y por lo tanto del destino, conectaba al pobre, al marginado, con su identidad y su palabra, que es precisamente lo que le niega el sistema.

En realidad a toda la Peña se la podía considerar una gran representación, algo emparentado con el living theatre (Teatro de la Vida), pues era una isla donde también se estaba “representando” el hospital futuro.

Más tarde comenzamos en el grupo de teatro con un planteo distinto: trabajar a partir de máscaras. Con grandes cajas de cartón hicimos cuatro mascarones, con pintura y recortando el cartón logramos cuatro personajes que, con la mímica del dibujo, determinaban al hombre triste (el melancólico), al hombre alegre (el maníaco), al hombre distraído (el esquizo) y al hombre desconfiado (el paranoide). A partir del personaje se debían improvisar escenas e iban haciendo uso del mascarón sucesivamente todos los que querían representar.

El teatro siempre es elaborativo de la vida, y el cine también. Nosotros vivimos dentro de una película. Si una película real está mal hecha, no se entiende nada, vos te vas del cine. Si está bien hecha, te podés identificar con los distintos personajes, y sentís como si te pasaran las cosas a vos y te quedás hasta el final. También hay vidas que, como película, son un bodrio, y la gente quisiera poder decir “Me voy del cine”, pero no puede hacerlo. Por eso, la tarea del terapeuta es arreglar esa película, para ver si se entiende cuál es el argumento, el sentido de esa vida, y de este modo aparece el deseo de querer continuar esa vida.

Yo me considero un fabricante de vida. Empecé a hacerlo en uno de los lugares más espantosos de la Argentina, en el manicomio. Allí la gente está abandonada, empobrecida. Sin embargo, nosotros, en el fondo del Borda, fabricábamos vida. En la Peña (el libro lo testimonia con fotografías y relato detallado) no sólo hacíamos teatro, también había música, bailes, tango, concursos, después salió la radio La Colifata, creada por Alfredo Olivera, en la etapa posterior a la dictadura. Y los locos ya no eran locos, porque hablaban, se reían, bailaban, estaban lúcidos, porque habíamos incorporado la palabra, el mensaje, el diálogo. La cuestión era fabricar vida, y nosotros creamos una metodología para eso.

Después de tantos años de andar en manicomios, descubrí esto: si uno genera vida, genera salud mental. Con la vida comienza el poder comunicarse, y, a través de eso, comienza el sostén de la subjetividad, se van la confusión y la soledad, y comienzan a aparecer las ganas de seguir la película, porque hay un argumento, hay algo que da placer, y entonces hay deseos de seguir. Porque la enfermedad es la paralización del tiempo y el quedarse solo, o sea, es la muerte psicológica.

Si se juntan varios psiquiatras y psicoanalistas y hacen un grupo, empiezan a analizar la estructura edípica de cada paciente, y a establecer diagnósticos complejos y sutiles y le proponen al psicótico un tratamiento adaptativo para lograr la salud mental, pero no perciben que ellos no quieren eso, porque se requiere algo anterior para poder querer la cura, y eso es el placer. La tristeza manicomial es tal, que tienen enormes cuentas atrasadas de placer y alegría, y esta necesidad es anterior a todo deseo, incluso al de querer adaptarse a la realidad.

Las terapias creativas, entonces, como su nombre lo indica, consisten en crear, generar ganas de vivir. Vuelvo a insistir: la vida debe fabricarse, no sucede sola.

Por Alfredo Moffatt para revista Imago Agenda.-

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