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Convivir en cuarentena y aislados: Un gran experimento social

Bastaron 10 días de cuarentena para que cada integrante de la familia descubriera un panorama diferente en su vida; con sus cercanos, con compañeros, con el espacio que habita y con el manejo del tiempo.

Muchas parejas comienzan a develar aspectos del otro/a, cualquiera sea la antigüedad en el vínculo. Detalles que alivian este tiempo de crisis y otros que lo tensan. Todos servirán para refundar el vínculo, siempre y cuando este exista.

Compañeros de trabajo van cambiando la consideración sobre algunos pares. Se sorprenden de que aquel tímido compañero en la oficina es un desenvuelto teletrabajador; o que la engreída jefa resultó una ignorante informática, agobiada entre teleconferencias y mensajes.

Muchos abuelos, a punto de agotar sus libros, deciden que apenas termine esto retomarán sus caminatas y el encuentro con amigos que tanto añoran. Y entre compulsivos lavados de manos, limpieza de mesadas y algún programa de tele, todos esperan el momento para ver en pantalla a sus nietos; esos que siguen viviendo a pocas cuadras, pero que por el aislamiento parecen haber emigrado a Kazajistán.

Los niños, en tanto, se comportan según la edad. Los menores de cuatro años están de fiesta. Desentendidos de cuestiones virales, disfrutan lo que para ellos es el mundo: su casa, sus juguetes, la comida y de padres disponibles, cualquiera sea su humor; porque para estos pequeños estar cerca es más importante que estar bien, aunque suela argumentarse lo contrario.

Con los chicos y las chicas en edad escolar, el panorama es otro. Como su vida depende de las rutinas que propone el colegio, no entienden si están en clase o de vacaciones.

Les faltan esos benditos horarios que ordenan su vida, ya que es la escuela la que indica mojones de vida: el horario de despertar, el desayuno apurado, las clases, sus pausas (los ahora extrañados “recreos”), el tiempo para jugar, para completar la tarea e incluso el tiempo de aburrirse. Aunque sus docentes se deslomen planificando actividades (virtuales), la percepción infantil es de encierro, alejados de la sólida y previsible escuela.

Reproducir en casa esas rutinas (los tiempos de despertar, de dormir, de jugar, de estudiar y de hacer nada) podría aliviar tensiones causadas por este drástico cambio de ritmo; y también por los rostros y los comentarios de sus mayores. El orden externo, ese que hoy les falta, podría lograr un orden interno que alivie.

En recuadro está el enorme porcentaje de chicos que extraña su colegio porque allí come mejor que en su casa (las autoridades aseguran estar pensando en ello).

Y quedan los adolescentes. Esas entrañables criaturas reconocibles por cambiar de ánimo, de gestos y de gustos cada cuarto de hora. Los expertos en ocupar todos los espacios hogareños sin reparar que allí viven también otros. Los adolescentes enjaulados son adolescentes al cubo, por usar una fórmula sencilla de estimar.

Pero a pesar de esas cualidades que parecen devaluarlos, es justamente su plasticidad la que en situaciones de crisis les permite mostrar los mejores gestos.

Ellos pueden, entre chat y chat, comprar comida o medicamentos a sus abuelos, cuidar a los hermanos menores cuando la madre necesita una hora de conexión laboral o resolver inconvenientes tecnológicos que desorientan a los adultos. ¿Tal vez aprender a manejar el lavarropas? ¿Acomodar su habitación? ¿Sonreír cuando atardece?

El aislamiento social, preventivo y obligatorio está en marcha y con altas probabilidades de extenderse; el futuro depende de que todos lo cumplan.

Pero en algún momento la pandemia cederá.

Será entonces cuando cada uno retorne a su individualismo, a sus horarios y a su apuro, dando por finalizado el mayor experimento de convivencia familiar vivido en el país. Hasta entonces, conviene aceptar el desafío que propone el maléfico virus: recorrer los parajes menos conocidos de nuestro propio hogar.

Fuente: La Voz.-

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