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Política
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El negro

Circula por facebook un reclamo a expulsar de la  Argentina a todos los "extranjeros", por lo que se entiende sobre todo a bolivianos y paraguayos. Según el reclamo,  se   trata de indeseables que vienen a delinquir y a quitarnos el trabajo a los argentinos, que además debemos solventar las ayudas oficiales que reciben.

Inmigrantes bolivianas trabajan en quintas argentinas.
Inmigrantes bolivianas trabajan en quintas argentinas.

En realidad, el poder político muestra sin mostrarse un enemigo identificable para desviar hacia él su atención  y el malestar que sus propias acciones provoca. Porque el ahogo creciente motivado por los ajustes no es resultado de las limosnas que reciben los pobres que tratan de refugiarse en el país  nuestro  de la miseria de los  suyos. Es más bien consecuencia de  maniobras financieras ejecutadas por desconocidos que nunca conoceremos, instalados por ejemplo  en Wall Street  haciendo movimientos de fondos internacionales.

Nuestros ministros mantienen su dinero en el extranjero y declaran que no lo repatriarán porque en algunos casos no confían en su gobierno, que es el que ellos mismos ejercen. Se trataría de declaraciones esquizofrénicas, si no fueran más o menos las mismas que las oligarquías sudamericanas han expresado siempre, desde que son gobierno en nuestros países al menos desde hace dos siglos, desde la Independencia de España.

El teólogo belga Jean Comblin, uno de los puntales de la teología de la liberación en Nuestra América, muerto nonagenario en  un convento del Brasil, opinaba que las oligarquías sudamericanas tienen características que las hacen únicas. Afirmaba que ni siquiera  los déspotas orientales son tan extraños a  su propia tierra. Ellos de alguna manera se aceptan nativos del mismo país donde ejercen el despotismo y se sienten inclinados a poner alguna barrera a los déspotas de las  potencias centrales, a alinearse con sus propios pueblos.

No es así en el caso de las oligarquías de Nuestra América, de México a Venezuela, de Perú a la Argentina. En la época dorada de las vacas gordas, los estancieros argentinos  vivían acá como exiliados transitoriamente a cuenta del Boi de Boulogne, de Londres o más modernamente de  Nueva York o Miami. De acá  recibían los fondos, de allá sacaban los trajes, las  costumbres, el lenguaje y sobre todo, las ideas.

Según Comblin nunca una oligarquía tuvo menos en cuenta su país y la gente de su país, nunca las entregó con menos   culpa, nunca se sintió  menos vinculada a la tierra que generaba sus dispendios, el "tirar manteca al techo" propio de rastacueros.

La idea de que los bolivianos y paraguayos, que en rigor son mucho menos  extranjeros que  los hijos de inmigrantes que ahora quieren echarlos porque los apura la crisis, son los culpables de nuestra decadencia es una jugada más de nuestra oligarquía nacional, que fue la que dispuso la terrible miseria de la década del 30 y firmó el pacto Roca Runciman para su  propia salvación. Entrega sin límites a cambio de que Inglaterra siguiera comprando carne de sus estancias, seguida de otras entregas hasta las que sospechamos hoy.

Ahora, cuando ya esa base económica es historia, la oligarquía que caracteriza Comblin encuentra nuevas maneras de exigir sacrificios  para seguir parasitando, como los tarifazos, los despidos y la represión, y al mismo tiempo señala un responsable de los problemas: no ella, sino los "extranjeros", indios sucios y pobres, analfabetos delincuentes que vienen a chuparnos la sangre.

Una anécdota alemana puede ilustrar desde otro lado la verdadera naturaleza de los "extranjeros", que sin conocerlos caracterizamos como bárbaros y brutos, ignorantes y peligrosos. Da la casualidad de que la gente que conoce personalmente a los bolivianos, por ejemplo, advierte en ellos cortesia, buen trato, gentileza, a pesar de la falta de cultura escolar. Y admite que esos son "buenos" y que los demás, los que no conoce, deben ser "malos" y dignos de expulsión.

Rosa Montero publicó en El País de Madrid una historia que apunta a los malentendidos en esta materia.

"Estamos en el comedor estudiantil de una universidad alemana. Una alumna rubia e inequívocamente germana adquiere su bandeja con el menú en el mostrador del autoservicio y luego se sienta en una mesa. Entonces advierte que ha olvidado los cubiertos y vuelve a levantarse para cogerlos. Al regresar, descubre con estupor que un chico negro, probablemente subsahariano por su aspecto, se ha sentado en su lugar y está comiendo de su bandeja. De entrada, la muchacha se siente desconcertada y agredida; pero enseguida corrige su pensamiento y supone que el africano no está acostumbrado al sentido de la propiedad privada y de la intimidad del europeo, o incluso que quizá no disponga de dinero suficiente para pagarse la comida, aun siendo ésta barata para el elevado estándar de vida de nuestros ricos países. De modo que la chica decide sentarse frente al tipo y sonreírle amistosamente. A lo cual el africano contesta con otra blanca sonrisa. A continuación, la alemana comienza a comer de la bandeja intentando aparentar la mayor normalidad y compartiéndola con exquisita generosidad y cortesía con el chico negro. Y así, él se toma la ensalada, ella apura la sopa, ambos pinchan paritariamente del mismo plato de estofado hasta acabarlo y uno da cuenta del yogur y la otra de la pieza de fruta. Todo ello trufado de múltiples sonrisas educadas, tímidas por parte del muchacho, suavemente alentadoras y comprensivas por parte de ella. Acabado el almuerzo, la alemana se levanta en busca de un café. Y entonces descubre, en la mesa vecina detrás de ella, su propio abrigo colocado sobre el respaldo de una silla y una bandeja de comida intacta".

"Dedico esta historia deliciosa, que además es auténtica, a todos aquellos   que, en el fondo, recelan de los inmigrantes y les consideran individuos inferiores. A todas esas personas que, aun bienintencionadas, les observan con condescendencia y paternalismo. Será mejor que nos libremos de los prejuicios o corremos el riesgo de hacer el mismo ridículo que la pobre alemana, que creía ser el colmo de la civilización mientras el africano, él sí inmensamente educado, la dejaba comer de su bandeja y tal vez pensaba: "Pero qué chiflados están los europeos".

De la Redacción de AIM.

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