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Caleidoscopio
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El libro venerado

Según el cuarto evangelio, atribuido al apóstol Juan, "nadie viene al Padre sino por mí". La evolución bimilenaria posterior llevó a un teólogo actual a sospechar que la frase bien podría ser cambiada por algunos fundamentalistas por "nadie viene al Padre sino por la Biblia".

El teólogo, disidente del fundamentalismo, pregunta qué hicieron los primeros seguidores de Jesús cuando no existía aún el nuevo testamento, y sospecha que se basaban en testimonios.

La veneración por la Biblia -dicho rápidamente: la adoración de un libro- no se limita a las escrituras sagradas ni al protestantismo. Un amigo quedó confuso cuando le preguntaron "¿has leído la Suma Teológica? Te la recomiendo, todo está ahí". Si "todo" está en un libro, sagrado o profano, queda el problema de dónde ubicar el libro. ¿Cómo será posible de modo que no necesite de otra cosa que lo incluya? En el siglo pasado el matemático excéntrico Kurt Gödel demostró dos teoremas de lógica matemática sobre este asunto, con el que vienen cubileteando los intelectuales desde hace milenios.

La reverencia tradicional por los libros está claudicando ahora ante los medios electrónicos, las pantallas y los textos que entran por el oído, como cuando no existía la escritura y los antepasados lejanos se reunían alrededor del fuego a contar y escuchar historias. La veneración cambiará pero no desaparecerá.

Hay gente que reverencia los libros como fuente incuestionable de saber, de verdad, de ciencia, de inteligencia, de sensibilidad, incluso de poder.

Se trata de una ilusión, porque los libros son residuos que los muertos nos dejaron en las manos, las huellas de su paso por la vida. No son nuestra vida ni nuestros propios pasos, la que debemos vivir, los que debemos caminar.

Tienen respeto por los libros los analfabetos, al menos algunos, que juzgan por la condición social de los que los han frecuentado. Ellos mismos reconocen que no están favorecidos en la escala social, y tienden a suponer que algo en los libros les ha dado ventajas a los demás.

Tienen respeto por los libros los autodidactas. Quieren mediante lecturas a veces furiosas compensar una falta que sienten y que nada compensa: la cultura "seria", ordenada, metódica, de los que leyeron libros que otros eligieron por ellos. Los que no fueron a la escuela pueden morir aplastados bajo sus libros amados. Sólo prueban que hay amores que matan, porque, aunque logren sentarse en un pupitre fuera de tiempo, sienten sin consuelo que la escuela está cerrada para ellos.

Tienen respeto por los libros los universitarios y docentes en general, porque su propio medro social está atado a ellos. La valoración del libro es al final valoración de sí mismos. Como nadie los universitarios destilan jugo de libros, excretan la sustancia maloliente en que las páginas se han convertido en sus cabezas agobiadas por lecturas obligadas y excesivas. Recomiendan los libros de modo que evidencia las orejas de burro corporativas.

Adoran los libros los custodios de alguna ciencia revelada, los sacerdotes y pastores.

Sobre todo, los protestantes, desde que eliminaron el clero profesional, han elevado uno de esos libros a la bibliolatría. Pero estos tienen cada vez menos importancia, son como fósiles, residuos endurecidos de épocas muertas.

La reverencia a los libros es solo una de tantas reverencias: a los altares, a los dioses, a los demonios, al poder o a cualquiera de los ídolos modernos: el placer, el dinero, las comodidades. Es uno de tantos revestimientos de que cada uno debe despojarse para encontrar que lo que es.
De la Redacción de AIM.

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