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Caleidoscopio
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La reciprocidad en el olvido

El capitalismo, librado a su propio impulso, tiende a la concentración de la riqueza, según una afirmación de Carlos Marx hoy comprobable empíricamente. El Estado podría tener la misión de impedir que los intereses económicos distorsionen el funcionamiento de la sociedad; pero aquel impulso ha prevalecido de tal forma que hoy el Estado está al servicio de la concentración ilimitada de la riqueza. Es decir: hoy el mercado disciplina al Estado; y antes del capitalismo era el Estado el que disciplinaba al mercado.

Como pensaba Max Weber, esa puede ser la consecuencia imprevista de la idea teológica de Juan Calvino en el siglo XVI: el creyente está condenado por dios o salvo desde la eternidad, y el signo -no la causa- de que está entre los elegidos para la salvación es la prosperidad de sus negocios. La eternidad resonaba siniestra en la ruina comercial de un calvinista.

Comercio y acumulación de riquezas hubo en el pasado: en Egipto antiguo, en Grecia, en Roma, pero no acumulación capitalista, basada en el ahorro y la inversión. Las condiciones para el surgimiento del capitalismo se dieron en los países protestantes de Europa: en Inglaterra desde Enrique VIII, en Holanda y luego Estados Unidos, donde Benjamín Franklin acuñó el dicho "time is money", al que sus connacionales hacen tanto honor como a "quien mata un dólar mata sus intereses futuros".

En el trabajo el calvinista podía atisbar si estaba entre los elegidos o entre los réprobos; la riqueza era síntoma de bendición, de estar desde siempre entre los destinados al cielo.

El dinero adquiere un valor que justifica cuidarlo religiosamente, porque es signo del destino eterno de su dueño.

El juego desparejo
En la Argentina unas 250 empresas dominan la oferta; la demanda es pasiva. Dentro de un supermercado, el cliente tiene dos opciones: una es comprar si puede el producto ofrecido al precio de góndola, la otra abstenerse.

La acumulación capitalista sigue su curso al punto de que actualmente el 10 por ciento más rico de la población mundial se lleva el 52 por ciento de la renta total y la mitad más pobre obtiene el 6,5 por ciento, según datos de la Comisión de Desarrollo Social de las Naciones Unidas.

La ley pura de la oferta y la demanda, considerada fundamental de la economía, funciona solo en condiciones de competencia perfecta. Pero lejos de la competencia perfecta, en la realidad, no funciona si no se aplica otra ley, también fundamental, que no obstante ha sido relegada al olvido por los economistas liberales: la ley de reciprocidad de los cambios.

En el mercado -que parece una abstracción a la que no obstante se atribuye comportamiento de ser vivo- todos compran y venden bienes o servicios. Hay en realidad varios mercados, por ejemplo de electrodomésticos, de alimentos, de vestimenta.

Entre estos mercados debe haber proporcionalidad para que la oferta y la demanda tenga vigencia, los márgenes de ganancia deben ser similares; pero entre nosotros no es así: mientras algunos tienen márgenes del 5 por ciento y otros del 20 por ciento, el margen de la especulación financiera en la Argentina actual es del 150 por ciento y en algunas tarjetas de crédito no bancarias hasta del 500 por ciento sobre saldos.

En estas condiciones de disparidad de los márgenes de ganancia, en que no se aplica la reciprocidad en los cambios, la ley de oferta y demanda no funciona como pretende la economía liberal. La diferencia de márgenes de ganancia implica solamente una redistribución de ingresos, en este caso a favor del capital financiero.

La reciprocidad
La ley de reciprocidad de los cambios muy es anterior al capitalismo e implica que en toda transacción los participantes salgan de ella al menos con la misma riqueza con que entraron, sin que ninguno resulte perjudicado.

Ya Aristóteles hizo una diferencia clara entre intercambio destinado a cumplir las necesidades de autosuficiencia y reproducción del ámbito doméstico y el intercambio que busca incrementar sin límite la riqueza, al que mira con desconfianza.

En el intercambio no hay equidad cuando no hay equilibrio entre lo que se da y lo que se recibe. La ley de reciprocidad en los cambios es prolijamente ignorada por los liberales, que dejan actuar solo la ley de la oferta y la demanda como central de la economía, supeditada a la regulación de una deidad llamada "mano invisible del mercado".

El lucro ocupa todo el lugar, la ganancia se convierte en fin y el dinero en palanca del poder; los intercambios de las sociedades tradicionales son considerados "primitivos". Reina el afán de lucro ilimitado, justificado en una hipotética armonía espontánea de los egoísmos particulares. Queda por probar que la suma de las injusticias particulares pueda generar la justicia general.

De la mano invisible se puede inferir que si el individuo, al buscar su beneficio egoísta termina beneficiando indirectamente a la comunidad, el individuo tiende al bien común mejor que el Estado.

El intercambio capitalista se presenta como la forma natural o normal del intercambio. Sin embargo la reciprocidad es la forma habitual de intercambio en sociedades que prescinden del mercado, que aunque no parezca posible, no venden ni compran bienes ni servicios.

En las sociedades tradicionales las formas del intercambio son muy complejas y no tienen relación evidente con la economía. El grupo actúa sin poner en primer lugar ningún beneficio particular, porque ante todo está la comunidad, el "nosotros".

La acción tiende a mantener la situación, no a cambiarla, y se expresa en el vivir bien. "Vivir mejor" implica un estado de desequilibrio ajeno a las sociedades tradicionales.
De la Redacción de AIM.

Intercambio capitalista Economía mercado regulación estado

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