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Caleidoscopio
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La traición de los representantes

La democracia moderna es para la mayoría de sus impulsores y para sus auspiciantes el "menos malo" de los sistemas políticos, no tanto el mejor. Parece que el desempeño del sistema en los últimos siglos no permite elogiarlo mucho; pero sigue siendo posible contener a los incrédulos desafiándolos a proponer algo mejor.

La democracia moderna -el modelo de la antigua fue la de Pericles en Grecia- se basa en gobernantes y legisladores elegidos en votaciones. Para eso, desde la revolución francesa y quizá antes en el parlamento británico, existe el mandato representativo, que oportunamente sustituyó al imperativo, que quizá expresaba mejor los fines de la democracia.

Cuando en España la comuna era muy fuerte, los comuneros hicieron llegar a Carlos V la petición de que gaste en Castilla las rentas de Castilla.

En el lenguaje de entonces: "No es razón Su Cesárea Majestad gaste las rentas de estos reinos en las de otros señoríos que tiene, pues cada uno de ellos se basta a sí mismo".

La reacción del poder imperial al reclamo fue un trabajo militar que terminó con la decapitación del adalid de los comuneros de Castilla, don Juan de Padilla.

Los comuneros estaban acostumbrados desde la revolución bagauda y el fin de Roma a la propiedad comunitaria, a construir, cultivar y cosechar en común, a la ayuda mutua, a decidir en asambleas populares y a entregar cuando era necesario mandato imperativo a un representante.

El representante debía cumplir estrictamente el mandato, no podía apartarse. Si alguna vez votaba por su cuenta contra el mandato, de vuelta al pago podía ser ajusticiado.

En la revolución francesa el abate Emmanuel Sieyès ideó el mandato representativo, que permite al representante votar o comprometerse según su voluntad sin respetar los compromisos tomados con los mandantes.

La democracia moderna descansa sobre el mandato representativo, que fácilmente se convierte en una trampa a la que los ciudadanos ya están acostumbrados, que tienen como norma de la política.

Los elegidos tienen completa libertad de acción, no se sienten comprometidos a respetar promesas, que se vuelven palabras vacías, a veces despropósitos donde lo destacable es la audacia, el ingenio o la hipocresía.

"Si les decía lo que iba a hacer, no me votaban", dijo Menem poniendo en su lugar la función de los mandatarios sin obligaciones con sus mandantes, según la idea del abate Sieyès, al que algunos de sus contemporáneos consideraban "el cura loco" y que había expuesto sus ideas en el opúsculo "¿Qué es el tercer estado?" en enero de 1789, con motivo de la convocatoria del rey a los estados generales.

En Francia, donde el mandato representativo se formalizó a fines del siglo XVIII, la constitución de 1958 corta cualquier intento de volver al pasado: "Todo mandato imperativo es nulo. El derecho a voto de los miembros del parlamento es personal"

El argumento en defensa de esta posición parece razonable: El mandado imperativo no permite construir consensos en un recinto deliberativo. Por eso se debe admitir que los representantes cambien el punto de vista aunque se alejen del programa y de las aspiraciones de los representados.

Para justificar el mandato representativo, en la asamblea revolucionaria francesa se votó una declaración que sostenía que el parlamento no era un congreso de embajadores que representan intereses diversos y hostiles, sino que era la asamblea deliberante de la nación, "la que tiene un solo y único interés, el de la propia nación".

Los legisladores modernos suelen quedar lejos de representarse siquiera el interés de la nación; más bien orientan sus oídos hacia el interés de los lobbies, y no están dispuestos a renunciar al mandato representativo por el mucho beneficio que obtienen de él.

Sin duda serían capaces de aguzar el ingenio para generar argumentos como el anterior si se vieran ante la perspectiva de volver al mandato imperativo.

Entregar un mandato representativo no implica adherir a un programa como los que se exigen a los partidos, sino elegir a una persona que tendrá libertad de votar como quiera.

Es entonces una concepción elitista del mandato político, que viene a significar lo contrario de lo que anunciaba el sistema democrático: elitista, no popular. Como se puede sospechar, no es el gobierno del pueblo sino de las élites.

Ya lo sabía Montesquieu, que trazó las grandes líneas del sistema político democrático moderno. "Existía un gran vicio en la mayoría de las antiguas repúblicas, y era que el pueblo tenía derecho a adoptar resoluciones activas, que demandarían etapas de ejecución y reglamentación, cosa en que el pueblo no es necesariamente capaz. El pueblo debe intervenir para elegir sus representantes, lo que perfectamente está a su alcance".

En el siglo XIX y comienzos del XX, durante el período revolucionario, corría en Alemania una aliteración que definía con dos palabras al mandato representativo: "vertreten und zertreten"; es decir: representar y pisotear.

Más iguales que nadie
El ex presidente Arturo Illia fue elegido cuando la mayoría estaba proscripta en la Argentina por decreto 4161 de 1956. Cuando el "Proceso" agonizaba después de la derrota en las Malvinas, Illia preguntó al público en el salón de actos del Colegio Don Bosco de Paraná qué representaban los militares que no representaran ellos.

La pregunta intrigó porque las dictaduras habían instalado la idea de que los militares tenían cierto derecho especial a ejercer el poder, una indemnidad, vía franca o privilegio algo difuso, pero admitido y eficaz.

Sin embargo, para Illia la cosa era clara: todos somos ciudadanos argentinos, somos el pueblo soberano, todos iguales ante la ley, con plenos derechos civiles. Todos participamos de la soberanía popular. Y nadie es más soberano que nadie, pues iría contra el principio de igualdad.

Sin embargo, el poder de los militares parecía por entonces algo de otro orden, un "derecho de mejores". Todavía se hablaba de las "reservas morales" que eran aquellas a que acudían los que se sentían afectados en sus intereses por cualquier medida de gobierno para pedir cuartelazos desde 1930 en adelante.

Los militares eran los primeros en creerse a fondo su función arbitral "no política" y se suponían una especie de aristocracia muy por sobre el pueblo y también por encima de la constitución -que habían supeditado al reglamento del "proceso"- y quizá medio punto por debajo de Dios, al que respetaban porque no los molestaba, ni en persona ni mucho menos por medio de sus representantes en la Tierra.

Sin embargo, para Illia no representaban nada que no representara cualquier ciudadano argentino. Y ejercían el poder como el parlamento revolucionario francés, prescindiendo de los mandatos del pueblo e invocando el interés de la nación.

Los políticos, nuestros representantes en cualquiera de los poderes del Estado, no son ni medio gramo más pesados ni medio milímetro más altos que ninguno de nosotros.

No pueden argumentar privilegios ni derechos especiales, pero tienen un arma en que el propio Illia no reparó porque su partido y todos los partidos la usan y piensan seguir usándola: el mandato representativo, que con el anzuelo de la creación de consensos burla la voluntad popular.

Son nuestros mandatarios porque los hemos elegido entre los que ellos mismos eligieron antes, pero ni los votos ni el dinero ni la fama ni el poder les acuerdan privilegios: los obtienen del invento del abate Sieyès, que vio que había que tener las manos libres y no temer al garrote vil ni a ningún sucedáneo de regreso a casa.

Por eso, los que no deben tener privilegios los tienen todos y se atribuyen autoridad para cada tanto arriar votantes a las urnas con promesas que olvidan incluso antes de formularlas.
De la Redacción de AIM.

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