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Caleidoscopio
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La vacilante hegemonía de las élites

Hace más de una década el "filántropo" Warren Buffet, que tiene ahora 93 años y 125 mil millones de dólares declarados, reconoció por fin que hay lucha de clases, "y la estamos ganando nosotros los ricos".

Hasta hace unos años, Buffet aparecía entre los seis hombres más ricos del mundo según la revista Forbes, que no menciona a los que prefieren no ser mencionados y que posiblemente estén por encima de los mencionados.

Buffett tuvo la magnanimidad de aceptar el concepto de lucha de clases, pero sólo cuando estuvo cierto de que la ganaba su clase. El se hizo multimillonario gracias a la explotación de la gente, bajando salarios, echando trabajadores para reducir gastos o cerrando plantas cuando le convenía.

Los miembros de la élite consideraban en tiempos de Andrés Carnegie y Cornelio Vanderbilt que debían mantenerse competitivos porque si aumentaban sueldos los pobres no sabrían qué hacer con el dinero que ellos les administran como padres providentes. Sí en cambio sus subordinados podían agradecer sus donaciones.

Luego consiguieron suavizar la competencia entre ellos, aunque no los celos ni los desplazamientos abiertos o sigilosos; pero dentro de un acuerdo general que les permite reunirse para trazar estrategias comunes, por ejemplo en Davos.

Es un relato ideológico fundado en la ética protestante que ha tenido menos entrada en la población de países culturalmente católicos, aunque no sean practicantes.

Los metalúrgicos de la antigüedad creían que el oro y otros metales se generaban, crecían, en el interior de la Tierra. Hoy sabemos que no es así, que núcleos atómicos pesados como el del oro necesitan de la inmensa energía que pone en juego el estallido de una supernova para formarse.

Pero la creación del oro, la generación espontánea del dinero bajo el ojo vigilante del amo por la vía del anatocismo renació bajo Calvino y hoy tiene el aspecto de la evidencia para muchas mentes.

Buffett explicó su inversión en la industria de los cigarrillos cuando florecía:”cuesta un centavo fabricarlos y lo vendes por un dólar. Además es adictivo, hay una lealtad fantástica." Es fantástico entonces el beneficio que puede reportar la lealtad cuando responde a una adicción, como los alucinógenos. Esa frase encierra toda la ética de los negocios que conocen los "amantes de la humanidad" y da un indicio sobre la "formación de precios".

Primero en la lista de plutócratas estaba Jeff Bezos con 177.000 millones; segundo Elon Musk con 155.000 millones; tercero Bernard Arnault con 150 mil millones; cuarto Bill Gates; quinto Mark Zuckerberg millones y sexto Warren Buffet.

El triunfo de los plutócratas en la lucha de clases se ve en la concentración de la riqueza en cada vez menos manos, en la pobreza creciente de la mayoría y en la idea que poco a poco se va imponiendo que somos demasiados y es necesaria una poda. En general, en la aceptación por los pobres de la ideología que los empobrece.

El foro de Davos, por ejemplo, es una reunión anual de plutócratas y de gente que tiene una cuota suficiente de poder como para ser admitido allí, en esa pequeña ciudad de Suiza, el paraíso financiero del mundo.

Como es de esperar, esa gente no tiene ni las preocupaciones ni la penuria que suelen acompañar a la estrechez económica, que ellos contribuyen a crear en "el resto", casi todos los 8.000 millones de habitantes del mundo.

Por eso, sus propuestas y tomas de posición, sus explicaciones y sus iniciativas suenan raras si no sospechosas a la mayoría, en la escasa medida en que las conoce.

Porque la gente común se desinteresa de lo que discuten los ricachos tanto como los mismos ricachos se guardan de que la gente común se entere de sus proyectos y no la considera sino como medio para sus fines si no como estorbo.

En lugar de desentrañar sus ideas, la gente común cree entender a las élites suponiendo en ellas concepciones similares a las propias, que suelen basarse en la moral o sentimientos, muy lejos de la realidad que pretenden comprender.

Se nota que en las élites mundiales hay preocupación, porque sin que ellas mismas tengan claro qué hacer, advierten que la hegemonía mundial, que parecía cosa ya lograda, exclusivamente suya hace algunas décadas, ahora se les está escapando de las manos sin que encuentren alguna medida que pueda revertir la tendencia.

Se sienten desprestigiados, sin credibilidad, y por eso el lema de este año en Davos fue "reconstruyendo la confianza", que no habría que reconstruir si antes no la hubieran destruido con su conducta.

Ellos se sienten con derecho a controlar las personas y los recursos, la información y el dinero. Las élites lo han hecho siempre que han podido generar adhesión de la población. Si en cambio generan desconfianza y hasta rechazo, como es el caso en estas dos décadas del siglo XXI, las elites arriesgan convertirse en grupos odiosos, oligárquicos, que gobiernan con cualquier sistema mediante la violencia, el engaño o ambos.

El proyecto de las élites es el globalismo; es decir, controlar la globalización de modo que los recursos financieros sigan fluyendo hacia ellas; pero eso choca con resistencias inconvenientes si el proyecto propuesto como común o como inevitable, necesario o incluso fatal, no tiene la aceptación sino la desconfianza del gran número.

En el fondo, los que se reúnen a intercambiar en Davos, financistas, gobernantes, directivos de empresas, no quieren mercado en la medida en que significa competencia. En lugar de eso, quieren privilegios para las multinacionales de las que son voceros, son "posliberales" y sobre todo, "posdemócratas".

En un ensayo sobre el poder mundial, el sociólogo Andrew Gavin Marshall entiende que está en gestación la mayor crisis de la historia, que analiza como "imperialismo excesivo" respecto de lo que hicieron los imperios en la historia.

Observa que a través de los partidos políticos y los intereses corporativos que expresan, la democracia está en retirada. Emerge un nuevo totalitarismo, que tiene expresión en el "antiterrorismo" que engloba a todo lo que se opone a la suprahegemonía de las élites o implica algún riesgo para ellas.

Marshall recuerda que el Fondo Cultural Estratégico, un "think tank" ruso, aseguró que la crisis actual sirve a las élites para profundizar los trastornos sociales con el fin de que la humanidad, atemorizada por la violencia y el caos, pida un árbitro supranacional con poderes dictatoriales que intervenga en los asuntos mundiales.

Es la vieja receta de provocar una convulsión y ante el miedo a sus consecuencias ofrecer una solución ya preparada, como pudo ser el caso de la última pandemia, que fue un ensayo de encierro global de toda la humanidad, sumisión controlada al poder y ruego de soluciones a cualquier costo, que es lo que las élites necesitan. Uno de sus resultados fue sugerir que los Estados nacionales debían entregar a la Organización Mundial de la Salud su soberanía en materia de salud pública.

El camino no es novedoso, es el que siguió a la gran depresión de 1929: crisis financiera, recesión económica, conflictos sociales, el establecimiento de dictaduras totalitarias, incitación a la guerra para concentrar el poder y tras la guerra, surgimiento de una hegemonía mundial.

La diferencia es que ahora la guerra -la política que usa la violencia sin límites- no se librará con armas convencionales sino con armas nucleares que dejarán sobre el terreno una masa informe donde no se distinguirán vencedores ni vencidos (si queda alguien en condiciones de distinguir).

El sistema que se expresa y se defiende en Davos da signos de envejecimiento sin que sus sostenedores sepan cómo rejuvenecerlo. En realidad, ellos confían en la producción de papeles de colores que circulan como dinero, pero hasta ellos llegó la desconfianza.

Hoy, hay países que ya no hacen sus negocios en dólares, como era obligatorio desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, y el porcentaje de los que transan en otras monedas es cada vez mayor.

La primera crisis global de este siglo fue en 2001, luego en 2008. De esta apenas pudieron recuperarse y se sostienen precariamente a los tumbos.

En Davos se planteó otra vez la lucha contra el cambio climático, un factor distractivo presuntamente externo que viene muy bien para colocar sobre él las responsabilidades y obtener nuevos flujos de fondos. No importa que sea un hecho de naturaleza geológica como los que ha habido muchos en la historia de la Tierra.

A lo largo varios miles de millones de años, la Tierra ha tenido siete eras glaciares, y en promedio su clima ha sido más caluroso que el actual; hubo eras cálidas y "Tierras blancas".

Hace 600 millones de años el planeta estaba totalmente cubierto de hielo, hasta el ecuador. Llegó el momento en que el frío disminuyó y los organismos que sobrevivieron bajo el hielo dieron lugar a organismos complejos, animales y vegetales, y la vida proliferó otra vez. Hace cuatro millones de años, el Artico casi no tenía hielo y la temperatura de la Tierra era en promedio bastante mayor que la actual.

Es seguramente posible luchar contra las consecuencias del "antropoceno", el calentamiento generado por la acción humana, si hay acuerdo sobre medidas que no afecten intereses de las élites; pero está fuera de escala luchar contra los cambios geológicos, que responden a causas en parte desconocidas, en parte geológicas y en parte astronómicas.

Pero la lucha contra el cambio climático fue esgrimida en Davos como una causa común de la humanidad, como un punto de coincidencia que nos afecta a todos, que concita adhesión y permite continuar con los flujos financieros a los que la élite no quiere ni puede desacostumbrarse.

Los fundamentos teóricos de la lucha contra el cambio climático fueron elaborados por el club de Roma, que focalizó en la actividad humana la principal causa del calentamiento global y lanzó entre otras la consigna "cuidemos el planeta" para todos -y todos deben sentirse responsables- que encaja bien con la idea de que es necesario reducir la población para mermar la presión sobre los recursos.

Para reforzar la necesidad de cambios en la dirección de los intereses de las elites llegó la peste, un enemigo que permitió reforzar el control de la población y ahora vendrá la "enfermedad X", que todavía no existe pero es evitable inoculándose con vacunas al parecer ya preparadas.

La última novedad es la inteligencia artificial, que será de gran ayuda para poner todos los recursos en manos de los tecnócratas. Klaus Schwab, el hipermillonario alemán que fundó el foro económico mundial hace medio siglo, llamó a la llegada de la inteligencia artificial la "cuarta revolución industrial".

Es una conspiración real que tiene efectos verificables muy dolorosos, como bien sabemos los argentinos, que tarde llegamos a advertir el engaño que lleva a agarrarse de cualquier cosa que prometa mantenernos a flote en los naufragios sucesivos que venimos sufriendo.

Para la presidenta de la comisión europea, presente en Davos, Ursula von der Leyen, una de las promotoras de la guerra de Ucrania como comparsa de los Estados Unidos, todos los que se opongan a los designios de las élites, incluidos los que analicen las cosas desde un punto de vista diferente del oficial, son terroristas y deben ser eliminados.

Este es por ahora el estado a que han llegado en declive los principios democráticos, que los libertarios argentinos exponen con cándido propósito de engaño como "respecto irrestricto al proyecto de vida del otro", una definición que tiene pocas décadas, pero a la velocidad de los acontecimientos parece de la edad de piedra.

Al momento de los hechos, la definición libertaria se transmuta como el oro de los alquimistas en avasallamiento del otro mediante el poder de un Estado que se dice repudiar.
De la Redacción de AIM.

Foro de Davos hegemonia ricos pobreza

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