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Salud y Bienestar
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La palabra puede ser universo.
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El poder sanador que tienen las palabras

¿Cómo afecta (y nos afecta) aquello que decimos y también todo eso que elegimos callar? ¿De qué manera las palabras pueden curar las heridas y construir puentes indestructibles para llegar hasta el alma de los otros?


Es notable. Cada palabra que pronunciamos indica, sugiere, traslada, es siempre un escalón más hacia arriba o hacia abajo. Y a la vez, cada silencio que producimos indica, sugiere, traslada, es siempre un escalón hacia arriba o hacia abajo. Las palabras modifican, dan sentido, aclaran (u oscurecen), nos definen o nos desdibujan.

¿Cómo llegan las palabras que emitimos y qué efecto tienen en nuestras propias vidas?


Les voy a contar lo que me pasó a mí. En una etapa de mi vida en la que me encontraba atravesando una enfermedad, mi médica me recomendó que escribiera lo que sentía, aprovechando esta “tendencia” a la escritura que me acompaña desde que tengo memoria. Lo hice. Los retazos de textos que recuperé de aquellos tiempos son dolor puro y duro, sintácticamente organizados y plenos de metáforas que transformaron lágrimas en palabras que hicieron mucho bien. Casi buscando un conjuro revitalizante, recuerdo haber escrito con la firme intención de espantar fantasmas que solo existían para mí. Y así brotaron tanto poemas como cuentos cortos, inspiraciones imprevistas, o simplemente casuales microrrelatos.


Comprobé claramente que de los abismos vitales más profundos surgen los mejores textos. Estaba involucrada desde las vísceras y conté con la ausencia de filtro en mis dedos sobre el teclado: había que sanar y el reloj de arena había girado.


“Yo sigo escribiendo desde aquel día que me hice la rata en el Nacional de Buenos Aires y fui a la biblioteca de La Prensa y pedí ‘un tomo de Mommsen’ para escribir una novela sobre Roma. Todavía no sé cómo se escribe, cómo se pinta o se saca música del silencio”.

También ante la muerte siempre inesperada, la escritura aparece en muchos como una alternativa de escape, un pedacito de horizonte: “El hecho concreto de escribir sería apenas un intento de exorcizar un dolor real, absoluto —indica en diálogo con Sophia el escritor argentino Abel Posse, quien se atrevió a narrar la muerte de su hijo—. Lo indispensable es comprender que ese hecho que nos arranca un ser vivo, querido, entrañable, como el caso de la muerte de un hijo, no debe comprenderse como una agresión de las divinidades o del destino. Es algo que pasa, que es y que está allí. Entonces sí que es útil para esto una visión de la realidad. Es un simple hecho de la realidad y es absolutamente comprensible culturalmente decirnos: siempre le pasa al otro, esta vez el golpazo insoportable ‘me tocó a mí’”.


Ante las dificultades y los dolores de la vida, ¿las palabras sanan?

“El martillo puede ser una herramienta muy útil. O un arma letal. Depende del modo en que lo usemos. Con la palabra sucede algo similar. La palabra tiene la capacidad de curar, aliviar, restablecer. El psicoanálisis, por ejemplo, propone, a través de la palabra, un camino de mejora, superación, alivio. El asunto es que la palabra también puede herir, ofender, lisiar. La palabra puede ser una caricia. O un puñal. También, el silencio”, reflexiona la escritora argentina Paula Margules.


En este desgranar ideas, dice Posse, vamos buscando respuestas e indagando en la intelectualidad: “Yo, siendo escritor no creí que escribir o psicoanalizarse podría abreviar o calmar el dolor. Mi libro lo escribí veinte años después de la muerte de mi hijo. Sentí que mi experiencia podría ayudar para responder al impacto desde la comprensión filosófica y del destino cósmico de todo. Estamos mal preparados ante el rigor de la existencia”.


Las palabras difíciles

Desde que conocí Cuando muere el hijo, la obra de Posse que trajo hasta esta conversación con él, hubo siempre para mí un gran interrogante: si el autor se basó en la muerte de su propio hijo, ¿por qué tomó distancia desde las palabras cuando lo tituló? Él mismo me develó la incógnita: “Yo escribí recordando el infierno para que los otros tengan que soportarlo. El ‘cuando muere el hijo’ implica la posibilidad de algo real. La muerte de mi hijo sería una exclusividad ajena a la sinrazón del misterio del mundo y de sus habitantes (nuestro contrato de vida no tiene cláusula de duración). El ‘cuando muere’ invita a aceptar un poco lo que en general es inaceptable y origina el dolor. Ayuda la teología, porque solo lo religioso acepta el misterio. ‘Soportar es todo’, escribió Rilke. Y para soportar hay que comprender que no hay culpa de los dioses ni de nosotros, los padres”, respondió Posse.


Frente al binomio literatura-salud (esa ventanita ante la oscuridad), Margules se para ante la primera palabra, la que nos define, la que nos va identificar durante toda la vida: “Lo primero que recibimos al nacer es el nombre. Con el nombre llegan nuestras tradiciones, nuestra cultura. Y el idioma. En el nombre anida el prestigio. O el menoscabo. Habitamos nuestro nombre; vivimos en nuestro nombre; crecemos en nuestro nombre. Y morimos en él. Después, el nombre es recuerdo. La palabra —el idioma— es nuestro cimiento más básico. Podemos beber el lenguaje a cuentagotas. O a borbotones. Decidimos limitar nuestra expresión a un puñadito de términos. O gozamos la riqueza de nuestro idioma, patrimonio que nos pertenece. Y estamos en condición de celebrar, precisamente, porque al nacer fuimos arrojados a un nombre”.


Margules continúa, va más allá e introduce lo simbólico: “Palabras y hechos son parte del mismo cuerpo. Si la palabra no representa el acto que menciona, queda vacía de sentido, se reduce a hojarasca, a estopa para rellenar almohadones. Expresamos nuestros sentimientos con palabras. Razonamos con palabras. Donde no hay palabra, no hay pensamiento: la acción reemplaza al verbo y surge la violencia, en cualquiera de sus manifestaciones. La palabra nos adueña de los conflictos. En esa conquista, evitamos que el caos se apodere de nosotros. Y restauramos el (des)orden –sed de orden–, en un nuevo orden”.


Un ejercicio sanador

“El martillo puede ser una herramienta muy útil. O un arma letal. Depende del modo en que lo usemos. Con la palabra sucede algo similar. La palabra tiene la capacidad de curar, aliviar, restablecer. El psicoanálisis, por ejemplo, propone, a través de la palabra, un camino de mejora, superación, alivio. El asunto es que la palabra también puede herir, ofender, lisiar. La palabra puede ser una caricia. O un puñal. También, el silencio”.

Pienso en autores atormentados como Horario Quiroga, Edgar Allan Poe o Charles Baudelaire; trato de calzarme sus zapatos e imagino sus sufrimientos convertidos a fuerza de tinta y papel en esas genialidades que nos regalaron palabras, historias y poemas para todas las generaciones y que nacieron a partir de dolores íntimos y angustias públicas. Sobre esto responde Margules: “La ficción literaria —arte hecho con palabras—, nos permite salir de la realidad cotidiana para entrar a un universo diferente. Después de la lectura, la obra nos modificó. Al regreso a la vida diaria, nuestra interpretación de los hechos es distinta. Leer literatura agudiza la sensibilidad; estimula la capacidad de reflexión. Por ejemplo: en el capítulo X, de la Segunda parte de Don Quijote de la Mancha, Sancho Panza acepta un encargo de su señor: partir en busca de Dulcinea del Toboso. Ella sólo vive en la imaginación de don Quijote. Sancho tiene la menuda tarea de traer a alguien que no existe. Sin embargo, él asume el reto. Va en busca de ese espejismo y resuelve muy bien el conflicto. ¿Cuántas veces andamos por la vida como don Quijote? ¿Cuántas veces nos empecinamos en ir detrás de algo que no existe? ¿Cuántas veces hacemos del caos, alimento? ¿Cuántas veces corremos sin saber hacia dónde ni para qué? ¿Cuántas veces transformamos la realidad en algo más cordial? Nuestra realidad. Y la de otro. ¿Cuántas veces nos sentimos Sancho Panza? Ese hombre cándido y pícaro, tan afecto a los dichos, solía decir: ‘Muchos pocos hacen un mucho’, y también: ‘buen corazón quebranta mala ventura’. Sancho era un hombre llano, de pocas palabras. Aprendió de Don Quijote a hablar de otro modo. A pensar de otro modo. A vivir de otro modo. Tal vez por eso, Sancho quiso facilitarle la vida al Quijote, ofrecerle cierta paz, cierta alegría. Sancho intentó plasmar la existencia de un modo más amable. Y para lograrlo, se valió de la palabra. Don Quijote era un loco: creía que, al ser caballero, podría salvar al mundo de una plaga de descaro, mezquindad y chabacanería. Don Quijote hace de la realidad, sueños. Y de los sueños, nuevas realidades”.


Nos colocamos en otro sector “mirando palabras”; ya no en aquel de los productores de historias sino en uno de la butaca del lector. Vamos a meternos en la obra de otro y a emerger distintos. Chapuzones en otras vidas y al seguir analizando las palabras, surgen dos dimensiones: la oral y la escrita. Y, además, un espacio que no solo tiene signo propio en la escritura musical: el silencio.


El silencio ocupa espacio, divide personas, multiplica interrogantes. Al escribir usamos algunos recursos para que le quede claro al futuro lector que allí hay un silencio: tres puntos, tres puntitos entre paréntesis o, simplemente, si se trata de una obra teatral, la palabra “silencio”.


Posse emergió de su dolor-silencio con esta convicción: “Sentí inmediatamente que tenía la posibilidad a ayudar porque en mi infierno había encontrado un camino de alivio. Recibí muchas cartas y mantuve muchos diálogos y sentí que lo mío podía ayudar. Tuve algunas experiencias muy intensas de esto, al punto que estoy avanzando en una reflexión tendiente a ‘no darle tanto espacio’ a esa muerte prepotente que nos quitó y encima trata de anonadarnos…”. La sutileza fue llevando a este autor a compartir con formato de libro su propia experiencia de dolor y su camino de luz.


Me quedo para el final con una letanía preciosa de Margules que me confirma que no erré al ir por ella y plantearle “cuestiones de palabras”, estas dicotomías que, si no escarbamos un poquito, no afloran, pero están, ¿eh?


“La palabra crea puentes. O los derriba. Y forja abismos.

La palabra es un espejo que refleja ideas, convicciones, sentimientos. O los deforma.

La palabra compone la existencia diaria: consolida un presente más templado, más avenido, más vital.

O tritura cualquier posibilidad de entendimiento. La palabra concibe armonía. O ruina.

La palabra fortalece la conciencia que tenemos de nosotros mismos. O la debilita.

La palabra hace visibles nuestros deseos. Ante nosotros. Y frente a los demás.

La palabra ratifica nuestra conciencia del mundo.

La palabra aclara, reafirma, nuestra percepción del dolor, del placer, del caos. Y de la serenidad.

La palabra conjura miedos. O los provoca.

La palabra ensancha caudales. O los mezquina.

La palabra ayuda a que el tiempo madure los sueños. O deja que se pudran.

La palabra consagra nuestra intención más sincera. O la oculta. A veces, hasta la negación.

La palabra puede ser blindaje. O amparo.

La palabra nos define. O nos relega a la ambigüedad.

La palabra puede ser universo. O jaula.

La palabra puede sanar. O herir.

La palabra puede encender. O sofocar.

La palabra puede ser sutil como el vapor. O un cascote en la cabeza.

La palabra puede confinarnos a la intemperie. O puede crearnos un nuevo Paraíso.

Las palabras. Y el silencio. Recurso valioso que nos fue dado.

Palabras y silencios. Materiales con los que andamos por la vida, en busca de felicidad, y ojalá, sin renunciar a la alegría”.

Por Virginia Bonard Revista Digital Sophia.-

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