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Caleidoscopio
Caleidoscopio

Juan L. Ortiz

El 11 de junio de 1896, hace 126 años, nació en Puerto Ruiz, pequeña población portuaria cerca de la desembocadura del Gualeguay en el Paraná, Juan Laurentino Ortiz, "el más grande poeta argentino del siglo XX" según el escritor santafesino Juan José Saer.

La obra de "Juanele", publicada en ediciones pequeñas a lo largo de su vida, fue construida con paciencia y amor al margen de la búsqueda de reconocimiento, lejos de los cenáculos pero junto a las voces delicadísimas de la naturaleza y con atención inclaudicable a los problemas sociales, a la pobreza a que sufren los inocentes, sobre todo los niños.

“Juanele” no era el tratamiento que le daban sus amigos, sino solo Juan y no "don". La “L” inicial de Laurentino, del que no estaba muy contento, se agregaba a su nombre Juan. Nació en una población que por entonces era un puerto importante de Entre Ríos, de donde partía en su infancia el vapor a Baradero, ciudad bonaerense situada del otro lado del río Paraná.

Poco después el padre se trasladó con la familia a trabajar en una estancia en el departamento Villaguay. De Villaguay son los primeros recuerdos infantiles de Juan, los que marcaron luego buena parte de su poesía, en las que se refiere a la selva de Montiel como generadora en el niño de miedos que nunca venció.

Estudió en la escuela normal mixta de maestros de Gualeguay, ciudad donde regresó la familia, pero no obtuvo el título porque no se preocupó por rendir la materia final de la carrera.

Conoció a Salvadora Medina Onrubia, una maestra rural algunos años mayor que él, que luego mencionaría en sus poemas como “hermana mayor”, anarquista, mujer muy notable que fue la esposa de Natalio Botana, el fundador del diario Crítica.

Juan fue tempranamente socialista por entusiasmo juvenil, antes de meditar la posición política; pero pronunciaba discursos y escribía en la prensa. Formó parte en Gualeguay de un comité de apoyo a la república española durante la guerra civil.

Hizo un paso por Buenos Aires, ciudad que nunca lo atrapó como sí lo hizo con uno de sus mejores amigos, el escritor y poeta Carlos Mastronardi. Recordaba con gusto anécdotas de Mastronardi y aclaraba detalles de su libro autobiográfico y llevaba la cuenta de las incontables veces que había retocado su "Luz de Provincia"; pero también recordaba como a un hermano a otro escritor y poeta gualeyo: Amaro Villanueva. Y a Manauta y Veiravé, entre muchos otros que conservaba en una memoria segura y bondadosa, poblada de detalles.

En Buenos Aires estudió brevemente filosofía y letras, pero su interés estaba en la literatura y en los ambientes bohemios. El llamado de la naturaleza pudo más y volvió a su río, el Gualeguay, que añoraba incluso cuando tenía su casa en la bajada de la calle Buenos Aires de Paraná, a la vista del gran río, frente al que alguna vez recitó un poema lleno de rosas cuando el crepúsculo teñía de malva el cielo y el agua, recordando posiblemente al Gualeguay.

En su tierra recuperó el aire y la luz, su paisaje entrañable, la gente de su pueblo en la que depositaba una confianza amorosa, sin condiciones. Nunca abandonó sus ideas sociales, que alguna vez, en una de tantas persecuciones, dieron con él en la cárcel, a pesar de que su amor y respeto por todo lo vivo lo hacía incapaz de provocar a nadie el menor daño.

Su obra, tejida con palabras que evitan toda estridencia, que apagan los sonidos fuertes y que tratan de reproducir la “suavidad de falda”, es una de las más significativas escritas en castellano, sin pasar por los centros de consagración literaria.

Entre sus aventuras juveniles está un viaje a Francia como polizón y la devolución a la Argentina tan pronto fue descubierto en el puerto de Marsella.
Juan irradiaba libertad como una luz invisible pero eficaz a todos los que se acercaban a él, que entraban en un mundo diferente del cotidiano, apartado de urgencias y casi sin tiempo.

No ha tenido la nombradía que hubiera merecido porque rehusó siempre halagar al poder que distribuye el prestigio. Pero solía repetir la idea de Rainer María Rilke, uno de sus poetas preferidos, sobre la fama como la suma de malentendidos acerca de un hombre.

Su fidelidad a sí mismo, a su paisaje y a su pueblo humilde, dejaron a su poesía relegada a cierto olvido porque no cumplió con los requisitos que exigen en el mercado de la fama.

Sus poemas celebran la revolución rusa de 1917, la liberación de París en la segunda guerra mundial, denuncian el asesinato de Federico García Lorca, y los horrores nazis, siempre atendiendo a la gente de condición más humilde, a su sufrimiento silencioso, a las sugestiones de la brisa y del agua, a la figura armoniosa de sus perros, a los secretos que adivinaba en los gatos, a los sonidos casi imperceptibles del arroyo, al gorgoteo del agua, al escurrirse de las gotas de lluvia en las hojas de los árboles.

Sus libros, reunidos bajo el título de “En el Aura del Sauce” por la editorial Vigil de Rosario, fueron en parte quemados por la censura de la dictadura militar que terminó en 1982. La última edición recoge trabajos que había dejado inéditos, incluso algunos en prosa.

Juan tradujo a Paul Eluard y a poetas chinos, en particular Li Po, de quien se sentía especialmente próximo, a Guisseppe Ungaretti y Ezra Pound, extrañamente considerados luego ambos fascistas.

La revolución socialista está siempre presente como la posibilidad de redimir a la gente de un sufrimiento que lo llevó a decir que todo el refinamiento, toda la exquisitez o finura a que invita la naturaleza aparece a nuestros ojos sobre un fondo de sangre.

Si no contamos su frustrada aventura a Francia, Juan hizo un solo viaje al extranjero: a la China, invitado por el gobierno de aquel país.

Era un conocedor profundo y muy sensible de la poesía de todo el mundo. Leía y releía a Teilhard de Chardín, posiblemente impresionado por su grandiosa visión del “punto Omega”.

Admiraba el valor personal y la calidad literaria de Rafael Barret; recibió en Paraná a Juan Ramón Jiménez, y contaba que el "andaluz universal" le dijo mirando la ciudad desde la zona de El Brete que parecía “una Zaragoza del alma” y le puso en la dedicatoria de un libro “de Juan R. a Juan L.” “Me amarilló la poesía” dijo una vez de Juan Ramón, que supo pasar por una “etapa amarilla” cuando predominaron en él sugestiones otoñales.

Conocía los filósofos y quería escuchar opiniones en particular sobre Schopenhauer, sobre todo las relacionadas con la idea de la liberación de la tiranía de la voluntad por la contemplación estética.

Leía y comentaba los poetas y filósofos chinos, admirado por la profundidad, la serenidad y el delicado humor de los apólogos y pequeños relatos taoístas.

Sin dudas los modos orientales estaban cerca de su sensibilidad mucho más que los occidentales. De algunos poetas consagrados decía que sus versos parecían cargas de caballería, como en general los idiomas de Occidente, “hechos para mandar” y no tanto para sugerir. Con Alfonso Reyes se imaginaba cómo sonaría el castellano a nuestros oídos si no lo comprendiéramos.

Justamente escuchando sin entender una vez la lectura de un texto en alemán, esperó una pausa para decir que sonaba como un cuerno de caza en los bosques. Advirtió la musicalidad propia del idioma alemán -que sin duda ha tenido influencia en la música clásica- en que el tono sube y baja mucho más que en las lenguas latinas y se notan las vocales largas en contraste con las breves, los diptongos marcados y la doble acentuación de las palabras polisilábicas, que dan al discurso un peso, una gravedad y un ritmo inconfundibles. El idioma pasa por áspero, pero Borges, al que Juan conocía perfectamente, lo llama en una poesía “dulce lengua de Alemania”.

Era capaz de repasar día por día, obra por obra, la de todos sus contemporáneos argentinos y sudamericanos.

Admiraba a los poetas y pintores simbolistas franceses, en particular Stephane Mallarmé, cuya influencia no negaba; pero tampoco la del belga Emile Verhaeren, la de Arthur Rimbaud o Paul Verlaine. Se dejaba permear sin resistencia por el clima que sabiamente sabe crear Marcel Proust en sus novelas, en realidad una sola, recreación infatigable por la memoria de la primera mitad de su vida en la segunda. Decía que Proust, como otros escritores, había hecho un gran sacrificio a favor de todos nosotros, aludiendo a su trabajo creador en medio de indecibles sufrimientos provocados por el asma. Consideraba un "santo laico" a Tolstoy, recordando las terribles circunstancias de su muerte y mostraba la paradoja de haber escrito un opúsculo contra el arte a pesar de haber sido un gran artista.

Juan L. Ortiz, fumador empedernido en largas boquillas que llamaban la atención, murió víctima de un enfisema pulmonar ere el 2 de setiembre de 1978 en Paraná. Poco antes había sido operado por el doctor Dessio de cataratas, lo que lo obligó a usar pesados anteojos.

Fue sepultado en Gualeguay, donde poco antes había recibido un homenaje en el club social

Libros de Juan L. Ortiz: "El agua y la noche" (1924-1932); "El alba sube..." (1933-1936); "El ángel inclinado" (1938); "La rama hacia el este" (1940); "El álamo y el viento" (1947); "El aire conmovido" (1949); "La mano infinita" (1951); "La brisa profunda" (1954); "El alma y las colinas" (1956); "De las raíces y del cielo" (1958); "En el aura del sauce" (Obras completas 1970-1971, incluye "El junco y la corriente", "El Gualeguay" y "La orilla que se abisma".

No olvidéis que la poesía, / si la pura sensitiva o la ineludible sensitiva, / es asimismo, o acaso sobre todo, la intemperie sin fin, / cruzada o crucificada, si queréis, por los llamados sin fin / y tendida humildemente, humildemente, para el invento del amor...
Juan. L. Ortiz
De la Redacción de AIM.

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